Dicen que don Manuel Azaña
detestaba el clientelismo político. Dirigente de un partido
minoritario, Acción Republicana, todo lo confiaba a la
capacidad que tenía de expresar sus ideas con claridad y
elocuencia ante 12.000 personas o incluso más.
De hecho, plazas de toros como la de Valencia o la
Monumental de Las Ventas del Espíritu Santo, madrileña, se
ponían a tente bonete cuando se anunciaban sus mítines. De
haberse cobrado dinero por la entrada, yo he oído decir a
personas de la época que los revendedores hubieran hecho su
agosto.
No cabe la menor duda de que Azaña detestaba la manera de
proceder del Conde de Romanones: prototipo de
político palaciego, de escasos escrúpulos y titular o
valedor de muchos intereses económicos. Gracias a ellos y al
cultivo de muchas influencias personales, su cacicazgo se
extendió por varios lustros en la provincia de Guadalajara.
La falta de clientelismo político fue siempre insalvable
obstáculo de un Azaña convencido de que sólo con su nombre y
su palabra se podía hacer política y gobernar sin perder el
sentido de los conjuntos. Las adhesiones entusiastas que le
acompañaron en su momento, se volvieron contra él en cuanto
las cosas principiaron a torcerse y no halló defensa alguna
por no haber usado su dedo influyente para colocar a sus
fieles por doquier.
Nada que ver la postura de Azaña con lo que ha venido
ocurriendo desde entonces hasta nuestros días. En España la
primera manifestación de poder ha consistido en colocar
gente próxima; antes se contrataba a parientes carnales y
ahora a parientes políticos: militantes del partido que no
se cortan lo más mínimo en reclamar el pago de las
lealtades.
Lo que ha propiciado, hace ya mucho tiempo, que esas
legiones clientelares hayan sobredimensionado una
Administración ineficaz, en muchos casos, mal organizada y
que haya contribuido a fomentar el rencor popular contra la
función pública. Es parecer que no me he cansado de oír.
Fechas atrás, el día 2 del mes que corre, me tocó escribir
sobre el clientelismo, debido a que me informaron del mucho
uso que se ha hecho de él por parte del Gobierno local y que
se sigue haciendo a tutiplén. Y, una vez puesto, aproveché
la ocasión para recordar que Juan Luis Aróstegui (ese
que le ha dicho a los parados que se congregan frente al
edificio municipal, que él se llama a andana en lo tocante a
colocaciones) se ha jactado siempre de ser el político que
más personas ha colocado a dedo mediante faxes enviados al
sitio adecuado con el nombre de su ya cliente de por vida.
También saqué a relucir ese día lo bien que había trabajado
el clientelismo nuestro alcalde. Hasta el punto de haber
superado ya, con creces, a su maestro en tal ejercicio:
Aróstegui. Aunque sería injusto no reconocer que nuestro
alcalde juega con ventaja: lleva un siglo gobernando como
primera autoridad municipal. Así cualquiera.
En cambio, se me pasó por alto, pues uno no puede estar a
todas, referir cuál de los dos políticos ha abusado más del
nepotismo. Es decir, preferencia dispensada a los parientes
para los empleos públicos. Y tengo entendido, según informe
secreto, que lo es a voces, que el alcalde está a punto de
sobrepasar al sindicalista, dirigente de Caballas y amigo…
Parece mentira que, pese a los millones de parados
existentes, aún haya canonjías para ser repartidas entre
parientes. Canonjía: empleo de mucho provecho y poco
trabajo. Lo que desmoraliza y aplana al pueblo llano.
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