De los parados he escrito muchas
veces. Del pánico de los parados he escrito otras tantas. De
tal drama he llegado a decir que un varón sin trabajo se
siente casi emasculado. Todos sabemos que un hombre sin
trabajo va de un lado a otro por la casa como un perro
abandonado. Esto se comprende. Debido a que el mundo del
trabajo fue concebido organizado y construido por los
hombres.
Hasta no hace muchos años éramos nosotros quienes
controlábamos exclusivamente su funcionamiento, arrogándonos
todos los mandos. Las mujeres trabajaban, ciertamente, pero
eran muy pocas las que tenían acceso a las
responsabilidades.
Christiane Collange, autora de “No es fácil ser
hombre”, dice que las mujeres que deseaban progresar
levantaban los ojos hacia lo alto y sólo veían hombres. Pero
desde que lo dijo las cosas han cambiado y las mujeres han
ido consiguiendo logros más que merecidos.
Para obtener un empleo, ahora más que nunca, la mejor manera
es pertenecer a un partido político y hacer todo lo posible
para que el baranda de turno acceda a enchufarte. Es
cuestión de tiempo, y sobre todo de tenacidad y de hacerse
visible todos los días y fiestas de guardar allá donde esté
presente la primera autoridad de la ciudad.
Hacerse visible y aplaudir a rabiar cuantas sandeces diga el
alcalde, el presidente de la autonomía o el cuñado del
gobernante a quien le había dado por dar una conferencia
sobre el espejo de la conciencia. Que es algo que está de
actualidad y de lo que ya hablaba con propiedad Juan de
Mairena: ese profesor apócrifo que se sacó de la manga
Antonio Machado.
En mi caso, trataré de hablarles del clientelismo político.
Política basada en la existencia de clientes. El
clientelismo es un intercambio extraoficial de favores en el
cual los titulares de cargos políticos regulan la concesión
de prestaciones, obtenidas a través de su función pública o
de contactos relacionados con ellas, a cambio de apoyo
electoral.
Hablando claro: el mejor ejemplo de clientelismo lo
evidenció Juan Luis Aróstegui cuando, al parecer, se
dirigió a nuestro alcalde de esta guisa: “Yo colocaba a la
gente en el Ayuntamiento mediante el envío de un fax”. Y
nuestro alcalde, tras recuperarse de la sorpresa, no dudó en
seguir el consejo de su amigo, el más íntimo que tiene, y
asesor principal.
Desde entonces, y de ello hace ya la tira de años, nuestro
acalde no ha perdido la oportunidad de colocar a dedo a
cuantas personas sean de su cuerda y, por encima de todo, a
parientes que disfrutan de canonjías: empleos de mucho
provecho y poco trabajo. Prebendas, bicocas y gangas que
están a disposición de quienes se dediquen a contar las
bondades y el buen hacer del hombre que lleva ya 15 años
dándonos la matraca con que vivimos en una ciudad pequeña,
marinera y ejemplo de convivencia entre diferentes culturas.
Nuestro alcalde debería andarse con tiento en lo tocante a
hacer del clientelismo tarea diaria. Porque cada vez son más
las personas que están dispuestas a seguir el rastro y,
desde luego, a decirle que ya está bien: que ya está bien
que no deje de colocar mediante dedazo a parientes, amigos e
hijos de quienes le rinden pleitesía.
Nuestro alcalde, que se supone que está muy aburrido, no
debe combatir su tedio haciendo posible que prevalezca el
consejo de Aróstegui: colocar a los amigos por fax es una
alegría indecible.
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