El genuino deporte es seguramente
uno de los fenómenos que, con un lenguaje comprensible a
todos, más nos influye a través de sus profundos
abecedarios. Puede ser vehículo de elevados valores humanos,
máxime si se práctica con pleno respeto a sus reglas. Tras
el alma deportiva hay capacidades físicas e intelectuales,
de táctica y esfuerzo, pero también respeto, tolerancia y
comprensión hacia el adversario. Por eso, nos alegra que
este año Naciones Unidas celebre el primer Día Internacional
del Deporte para el desarrollo y la paz (6 de abril), y lo
haga consciente de que el deporte fraterniza por encima de
cualquier diferencia. Sí esto no fuera así, tampoco
estaríamos hablando de la práctica deportiva concebida como
derecho humano, sin discriminación de ningún tipo y dentro
del espíritu del olimpismo, lo que exige comprensión mutua,
solidaridad y afán de superación o realización.
Personalmente, estoy convencido de su gran efecto pedagógico
de fortalecimiento de las sociedades en su conjunto, en la
medida que congrega a multitudes de diversas culturas
alrededor de unos valores comunes, que conllevan una vida
sana, despojada de vicios, y que, además, fomenta la
igualdad de género y el empoderamiento de los jóvenes como
agentes de cambio. También el deporte tiene un efecto
salvavidas, o de rescate humano, puesto que aviva el
desarrollo de las relaciones sociales en un ambiente de
recreación y divertimento, casi siempre al aire libre,
estimulando a la persona a dar lo mejor de sí y a evitar
aquello que pueda ser peligroso o perjudicial para sí mismo
o para los demás. Por desgracia, junto al auténtico deporte
que salva y sana, ha espigado otro que mortifica y
traiciona, que busca sólo el lucro y que separa. De ahí, la
importancia de esta conmemoración para infundir un nuevo
impulso de creatividad y de discernimiento. Más allá de una
práctica que favorece el vigor físico, hemos de templar el
carácter, con espíritu conciliador, sabiendo que los
triunfos se marchitan, y lo que permanece son las buenos
modales.
Los referentes deportivos han de ayudarnos a convivir, han
de ser la referencia en un espacio intercultural, activando
el entendimiento en un campo de juego común como es el
mundo. No somos personajes de tragedia, sino individuos con
alma, y como en el deporte, precisamos sentirnos arropados
en el equipo humano para conquistar nuevas armonías,
especialmente en un momento de tanto desconsuelo como el
actual. A veces pienso que tenemos que autoafirmarnos como
personas. Conviene que la identidad humana no se devalúe o
se desoriente. Aprovechar este potencial deportivo para
elaborar planteamientos innovadores en materia educativa, y
así poder forjar un futuro más humano, lo considero
importantísimo, sobre todo para sentar las bases de un
desarrollo más humanista. Si en verdad queremos superar las
profundas desigualdades y hacer frente a todas las formas de
discriminación, tenemos que jugar más limpio y cooperar
mucho más en el terreno de juego, como lo hacen los
verdaderos deportistas a la hora de competir. Sus valores
intrínsecos como el trabajo conjunto y la disciplina son
entendidas por todo el mundo. Desde luego, bien podría
aprovecharse esta conciencia deportiva para nuestro propio
diario de vida, que en el fondo es también una competición,
en la que nadie sobra y todos somos necesarios e
imprescindibles, en la contienda de la vida.
En todo caso, resulta verdaderamente sobrecogedor ver a la
juventud dispuesta a entrenar duro, aceptando de buen grado
no pocos sacrificios y privaciones, practicando con fervor y
con alto sentido deportivo, una sana competición, que es
toda una lección de luz para el resto de la sociedad. Es una
imagen cargada de belleza, de entusiasmo, que no sólo tiene
como objetivo la expresión o la mejora de la condición
física y psíquica, sino también el poder crecer día a día
como seres humanos, como ciudadanos del mundo, sobre la
apasionante cancha del orbe. Sin duda, el deporte, -como
dice Naciones Unidas-, “da autonomía a los jóvenes, favorece
la buena salud y fomenta valores como la igualdad, el
respeto mutuo y la deportividad”. Y a mi juicio es, en este
sentido de actitud positiva, en la que hay que seguir
avanzando socialmente. Además, el deporte con su universal
popularidad, es una herramienta de inclusión sin
precedentes, también en personas con discapacidad tiene un
papel vital para la recuperación de su vida.
Por consiguiente, las iniciativas deportivas cuando tienen
como objetivo el desarrollo integral de la persona y se
realizan bajo la dirección de personal cualificado y
verdaderamente formado, son una buena ocasión para derribar
barreras, porque además poseen la fuerza de inspirar
emociones de unión. Ya lo advirtió el escritor francés,
Albert Camus (1913-1960), cuando dijo: “Todo cuanto sé con
mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los
hombres, se lo debo al fútbol”. La enseñanza de cómo ganar y
cómo saber reconocer la derrota sin sacrificar las metas y
objetivos, es un claro ejemplo de esas reglas o normas por
las que se rige el comportamiento o la conducta de un ser
humano en relación a la sociedad, a sí mismo, y a todo lo
que le rodea. Por otra parte, cualquier colectivo que ame el
deporte como cultura reparadora, sabe que su práctica eleva
la calidad de vida de sus ciudadanos por los efectos
beneficiosos de la actividad física, tanto para la salud
corporal como la emocional; las personas que cultivan algún
deporte con regularidad suelen sentirse más complacidos y
advierten, subjetivamente, un mayor bienestar en ellos
mismos.
El fenómeno del deporte, pues, salvo los posibles estallidos
de violencia durante o tras las competiciones, suele generar
un clima de de sosiego que se agradece cuando la realidad
que nos circunda tiene tantos frentes de violencia abiertos.
Los juegos olímpicos han sido un claro ejemplo de servicio
para derribar estereotipos negativos y formar otro espíritu
más conciliador. Celebro, por tanto, que Naciones Unidas
injerte en el planeta la oportunidad de reconocer el
espíritu deportivo como un valor en la consecución de
grandes metas como los objetivos del desarrollo del milenio;
puesto que todos sabemos que el deporte mueve masas y su
impacto es grandioso. Que esta celebración, tan necesaria
como justa, nos motive (y movilice) a todos a redoblar los
esfuerzos por cultivar valores universales en los que se
debe apoyar la globalizada familia humana moderna. La
competición, en suma, no ha de ser solo ganar al oponente,
conseguir medallas y reconocimientos, sino una búsqueda
interna para ser mejor persona y, de este modo, poder vivir
de una manera más armonizada el cuerpo y la mente.
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