El barrio tangerino de Boukhalef ni siquiera tiene el
sórdido encanto –para quien no ha conocido el hambre– que
posee el Tánger decadente de las novelas de Mohamed Chukri.
Es uno de esos barrios de bloques impersonales, construidos
sin ton ni son, a 10 kilómetros de la ciudad, cerca del
aeropuerto. La mayoría de los inmigrantes subsaharianos
viven en inmaculados bloques blancos de cinco pisos de
altura, plantados en una zona residencial sin terminar,
entre calles anchas y explanadas de hierba y cemento que
pretendían ser jardines. Entre dos bloques, la mezquita. Los
viernes, jornada de oración, son un buen día para pedir
limosna a los marroquíes.
“Hacemos la Salam”
“Hacemos la Salam”, explica Michou, una camerunesa de 34
años, a El Confidencial. “Salam ua alaikum (‘que la paz sea
contigo’), ¿me das algo para comer?”, es la frase con la que
abordan a los vecinos por la calle. Michou cuenta que salió
de Camerún hace tres años tras discutir con su familia por
haber rechazado un matrimonio forzado. “No pensé en el
futuro ni sabía lo que me esperaba”, dice mirando sin ver
los videoclips de canciones africanas que pasan por la tele
en el apartamento de Boukhalef, donde vive con varias
mujeres y su hijo de seis meses.
El bebé se llama Admirable. “Se lo puse porque nunca creí
que tendría otro hijo”. Michou dejó atrás, en Camerún, a su
hijo de 13 años. Pasó un año trabajando en una casa en Mali
y, al cruzar la frontera con Argelia, en Oujda, ya en
Marruecos, se quedó embarazada. No sabe nada del padre. “En
cuanto ven el embarazo, salen corriendo”.
El padre de Admirable es uno de tantos hombres que escapan
de la responsabilidad de la paternidad, los llamados
“maridos del camino”, explica la investigadora Helena Maleno,
de la ONG Caminando Fronteras. “Normalmente, las mujeres se
vinculan a un hombre para protegerse en el camino hacia
Europa. Les guste el hombre o no. Es una estrategia de
supervivencia”. Muchos de ellos las abandonan para seguir
adelante en la búsqueda en solitario del destino europeo,
incapaces de hacerse cargo de dos personas.
No sólo en las ciudades, también para las pocas mujeres que
viven en el monte, cerca de la frontera con Ceuta, buscar un
compañero no es una elección, sino una necesidad. “Aquí no
se puede vivir sola”, cuenta Marie, que lleva meses
intentando cruzar a España, a través de la valla o por el
mar, en balsa, desde los bosques de Castillejos. “Debes
buscar a alguien que te proteja, sobre todo en los montes,
donde la vida es más dura que en la ciudad”, explica a este
diario. Marie no tenía dinero para pagar el alquiler
compartido de un apartamento en Boukhalef (el precio oscila
entre los 150 y 200 euros al mes, que se costean entre una
decena de inquilinos), así que se fue al monte, a la petite
fôret junto a Castillejos.
“¿Buscar otro hombre? ¡No, ya he tenido suficiente!”,
responde Michou. Ahora mendiga día y noche, llueva o haga
sol, “porque en Marruecos no hay más opciones para nosotras.
Cuando salí, creía que sería mejor que Camerún, porque está
cerca de Europa, pero no es así”. Lleva dos años en
Marruecos y conoce todos los bosques, todas las ciudades,
todas las maneras de intentarlo. Ha probado a través de la
valla y en balsa. Lo ha intentado una decena de veces y se
ha rendido a la desesperanza permanente.
La prostitución como fórmula de supervivencia
Las mujeres constituyen ya el 50% de la población migrante
internacional, según el estudio “Atrapadas en el limbo.
Mujeres, migraciones y violencia sexual”, de Sonia Herrera,
del Centro de Estudios Cristianisme i Justícia, pero no hay
estadísticas sobre el porcentaje de mujeres entre la
población subsahariana en Marruecos. No es habitual verlas
saltar la valla, porque la mayoría carece de la fortaleza
física para intentarlo. Eligen, mayoritariamente, cruzar en
una balsa desde Tánger o Castillejos. Pagan por una plaza
entre 80 y 100 euros. Cada vez son más visibles en las
calles de las ciudades marroquíes, sentadas en el suelo, con
sus bebés, pidiendo dinero para comer. La mendicidad es una
de las fórmulas de supervivencia más extendidas. La otra es
la prostitución.
Fátima, de Costa de Marfil, trabajó como prostituta en Rabat
durante seis meses, en un piso, con dos amigas, donde ganaba
unos 400 o 500 dírhams al día (45 euros). “Lo dejé porque me
quedé embarazada. Di a luz el 11 de diciembre de 2012 en la
maternidad de Les Orangers, en Rabat. La niña nació muerta”,
resume de un tirón, sin querer detenerse más, la joven
marfileña, de 33 años. El trauma la llevó hasta Tánger,
donde mendiga con otras mujeres y mantiene vivo el sueño de
viajar algún día a Europa para trabajar en una peluquería.
En la primera guerra civil de Costa de Marfil, en 2000, “los
rebeldes”, dice, mataron a toda su familia. En la segunda
guerra, en 2011, no pudo aguantarlo más y salió del país.
También le dijeron que era fácil pasar de Marruecos a
Europa.
La trata de mujeres no es migración
Unas llegan huyendo de una guerra o de un matrimonio
forzoso, otras en busca de una oportunidad laboral; y en
este proceso migratorio se cruzan las redes de trata. Las
mujeres son captadas en su país de origen o durante el
camino. “Pero trata no es lo mismo que migración, ni es lo
mismo que prostitución. Confundirlo nos hace trabajar mal
por los derechos de las víctimas. Para que haya trata debe
haber captación, debe haber traslado, del que se encarga la
propia red y debe haber explotación, finalmente. La trata es
un crimen. Emigrar no lo es”, señala Maleno, que reclama a
las autoridades europeas que aborden el problema desde el
respeto a los derechos de las víctimas. No es lo mismo la
inmigración irregular que ser víctima de explotación sexual
por una red. Sin embargo, en España es la misma unidad
policial, la Unidad Central de Redes de Inmigración Ilegal y
Falsedades Documentales (UCRIF) la que se encarga de ambos
ámbitos de investigación.
Habitualmente las grandes redes de trata, las de los países
africanos anglófonos, como Nigeria, no explotan a las
mujeres en el tránsito migratorio. Lo que para ellos es
“mercancía” tiene que llegar intacta a su destino y, además,
el rendimiento por la explotación sexual de las mujeres es
mucho más alto en Europa que en Marruecos, donde los
servicios sexuales están mal pagados. Lo normal, aunque no
siempre se cumple, es que la red traslade a la víctima a
Europa por mar o en avión, directamente hasta el aeropuerto
de Barajas, o escondidas en los coches, como ocurría hace
unos años en Ceuta.
Hay otro tipo de redes de trata, las de los países
francófonos, que operan de manera distinta. Comienzan la
explotación desde Marruecos y se capta a las mujeres en
pequeños grupos. Muchas veces, se hace a través de la
vinculación emocional de una mujer con un hombre que la
engaña para usarla como medio de obtener dinero,
prostituyéndola, para pagarse el viaje a Europa. También es
un “marido del camino”, pero explotador y proxeneta.
En los últimos cinco o seis años los investigadores están
observando una feminización de las migraciones, según Maleno
“en un contexto de oferta y demanda desde Europa de
servicios domésticos y sexuales que las redes de trata que
operan en estos dos campos aprovechan en su beneficio. Con
el cierre de fronteras cada vez es más complicado entrar en
Europa, así que las redes se ofrecen como estrategia
migratoria, para conseguir el sueño. Y se da un fenómeno
perverso: las grandes redes de trata, que quieren cuidar la
‘mercancía’, se convierten al mismo tiempo en garantes de
protección de las víctimas, defendiéndolas de los abusos de
las autoridades de los países en tránsito”.
Esclavitud moderna en casas de marroquíes
En el despacho en Rabat de la Organización Democrática de
los Trabajadores, un sindicato marroquí, Marcel Amiyeto toma
los datos de Ndenshi, una joven marfileña de 26 años que
escapó el miércoles pasado de la casa en Casablanca donde ha
estado trabajando durante un año y medio. “Según los
testimonios y denuncias que nos han llegado, hemos
comprobado que hay una red de trata de personas que envían a
chicas para trabajar en casas marroquíes en condiciones de
esclavitud moderna. Se trata de un marroquí que tiene una
agencia de viajes en Abidjan con el que colabora una azafata
de la RAM (Royal Air Maroc)”, cuenta Amiyeto a El
Confidencial.
Ndenshi va vestida con un vaquero gris, una chaqueta negra y
un pañuelo al cuello. “Sólo tengo lo que llevo puesto. Todo
lo demás se quedó en la casa. Mi pasaporte y mi tarjeta de
identidad de Costa de Marfil. Y mi vestido verde”, murmura
la joven.
Hace un año y medio una mujer llegó a casa de una amiga de
Ndenshi, en Abiyán, ofreciendo empleo a chicas marfileñas
que quisieran trabajar como empleadas domésticas en
Marruecos. La mujer les concertó una entrevista con un
empresario marroquí instalado en la capital de Costa de
Marfil. Les costearían el traslado en avión, les comprarían
ropa, les arreglarían el pelo y les darían alojamiento y
comida más un salario mensual de 40.000 CFA (unos 60 euros).
A la madre de Ndenshi le pareció poco dinero, pero acabó
aceptando porque le aseguraron que se harían cargo de todos
los demás gastos de su hija. Al bajar del avión en el
aeropuerto de Casablanca, metieron a Ndenshi en un coche y
la llevaron directamente a la casa donde ese mismo día
empezó a trabajar para la hermana del empresario marroquí
que la reclutó. Estuvo un año y medio encerrada. Hasta el
miércoles pasado.
“Me levanté, aproveché que no había nadie en casa y me las
arreglé para salir. No podía más”, cuenta la joven a este
diario. “Dormía en la cocina, en un colchón en el suelo. Me
levantaba a las seis de la mañana para hacer la comida y
toda la casa. Me dejaban descansar una hora, a las dos de la
tarde, y después seguía, hasta la noche. Ni un día de
descanso. Me insultaban, me decían que estaba loca. Cuando
me enviaban a la tienda a comprar, me vigilaban por el
balcón, para que no hablara con nadie. Cuando se iban de
casa, cerraban la puerta con llave”, relata Ndenshi, que se
las ha ingeniado para viajar de Casablanca a Rabat
guardándose y ahorrando el dinero que le daban para cargar
el móvil. Fue a la embajada para pedir ayuda, pero le han
dicho que sin papeles no pueden hacer nada por ella.
“En estos casos –explica Amiyeto–, lo que hacemos es
ponernos en contacto con el patrón y negociar con él la
devolución del pasaporte y los papeles y, en algunos casos,
incluso conseguimos que paguen algo del salario que les
deben. Si acudimos a la policía, podrían arrestar a la
víctima”. En un año y medio Ndenshi no vio ni un solo dírham:
“Me hicieron abrir una cuenta y me dijeron que serían ellos
quienes me guardarían el dinero”. Ahora intenta convencer a
su amiga Linda para que también denuncie su situación, “pero
tiene miedo”, dice la joven. Con frecuencia las amenazan con
destruir su documentación.
La semana pasada un grupo de asociaciones que lucha por los
derechos de los inmigrantes en Marruecos pidió al Gobierno
que les garantice el acceso a la sanidad. Para las mujeres
con niños es aún más difícil, ya que no se atiende a quienes
no faciliten el nombre del padre. Ocurre lo mismo con la
escolarización de los menores. “Cuando acuden a las escuelas
les piden la partida de nacimiento del niño y la fecha, pero
¿cómo lo vas a demostrar si algunos han nacido en el monte o
son fruto de una violación?”, explica Hélène Yamta, de la
asociación La Voz de las Mujeres.
Según los informes de asociaciones no gubernamentales, más
de la mitad de las mujeres que pasan por Marruecos camino de
Europa han sufrido violencia sexual. Otras utilizan el sexo
como estrategia de supervivencia. O se ven abocadas a la
mendicidad. Padecen abusos a diario y se enfrentan a unas
autoridades estériles en soluciones: sufren las mismas
desigualdades, a veces incluso aumentadas, que ya padecían
estas mujeres antes de salir de Camerún, de Costa de Marfil,
de Senegal, de Congo o de Chad. A ellas se añade el
anonimato que sobreviene con la miseria.
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