Entre finales de los años ochenta
y comienzo de los noventa, recuerdo un consejo que se hizo
muy popular: “Me parece muy bien que estudies filosofía y
letras, pero al mismo tiempo hazte reparador de
televisiones”. Así se manifestaban muchos padres que, aunque
estaban muy orgullosos de que sus hijos pudieran ser
universitarios, veían que las colas ante el Instituto
Nacional de Empleo (Inem) eran cada vez más largas y más
nutridas de jóvenes licenciados en distintas carreras.
En aquel tiempo, cuando a los españoles no se nos caía de la
boca la palabra democracia, como si fuera el remedio a todos
los males que padecíamos, llegamos a tener 2.344.848
parados. Y la palabra empleo sonaba por doquier. Ya que
tenerlo se consideraba un artículo de lujo.
Casi tres millones de parados, con un gobierno socialista,
cuya llegada al Poder había sido acogida con tanta
expectación, principiaba a poner de los nervios a la gente y
sólo se hablaba de que el aumento de esa cifra, por corta
que fuese, sería intolerable. De hecho, aprovechando
reformas laborales y cuestiones relacionadas con el subsidio
de los parados, anunciadas por el Gobierno, los sindicatos
le hicieron dos huelgas al todavía guapo y seductor
Felipe González.
Veintitantos años después, la cifra de parados apenas baja
de los 6 millones. Lo cual no deja de ser intolerable. Y,
sin embargo, esto no ha explotado en la medida que el drama
exige. Pero cuidado, porque un país como el nuestro no
soportará más tiempo a tantos solicitantes de empleo sin
disturbios gravísimos.
Hace ya tiempo que ser reparador de televisiones no es
bagaje suficiente para hallar un puesto de trabajo. Pero
tampoco ser mecánico, fontanero, electricista, albañil… Y,
desde luego, me gustaría saber cuántas personas tituladas
andan lampando porque las enchufen en cualquier empresa
dedicada a la limpieza pública. Por poner un ejemplo.
Mientras tanto, es decir, mientras el drama de los parados
no cesa, los casos de corrupción son cada vez más y casi
todos tienen como protagonistas a personas pertenecientes a
esa clase elitista que tiene acceso a los cargos políticos:
gobernantes que no acaban de entender que la representación
que el pueblo les concede es precisamente eso,
representación; y no un derecho de decisión omnipotente.
Leyendo a Cánovas, político liberal, conservador español,
decía él que son los pueblos los que con frecuencia elevan
al poder a los déspotas y dictadores, sacrificando así el
más preciado de sus bienes, que es la libertad. Porque él
amaba la libertad y la consideraba bien inalienable, no
creía en la democracia (y montó un simulacro de ella).
Contra el temor del político malagueño, Aristóteles
ya había expuesto el suyo de que sean los representantes del
pueblo los que maten insidiosamente la libertad (y con ella,
la democracia) a través de la demagogia política. De
Aristóteles tomó Churchill su famosa frase: “El peor de
todos los sistemas, excluyendo a todos los demás”.
Democracia no significa la apoteosis del bien, sino, en
última instancia, de la voluntad popular. La voluntad
popular -en Ceuta- dice que se debe votar a Vivas
porque es el tuerto en el país de los ciegos. Al frente de
esa voluntad están los clientelistas. El clientelismo es de
vital importancia para que alguien se afirme en el Poder.
Como el dinosaurio de Monterroso.
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