El mundo necesita hombres de
Estado como lo fue en su momento el conciliador presidente
del Gobierno español Adolfo Suárez, siempre dispuesto al
diálogo para promover el bienestar social de todos. En
aquellos años jóvenes en los que uno comenzaba a escribir en
diversos medios de comunicación, no siempre fui comprendido
al ensalzar la figura de este hombre de amplios horizontes y
de consenso. Estaba convencido de que sería una persona
irrepetible. Confieso que me tenía ganado el corazón, aunque
jamás me afilié a partido alguno. Mi pasión por escribir fue
tan profunda que opté siempre por esta vía de libertad. En
cualquier caso, servidor ya tenía claro, porque el hambre
por el Estado de Derecho me había hecho fuerte, que la
democracia era una necesidad prioritaria para todos los
pueblos, en la medida que nos suministraba una protección y
un ejercicio efectivo de los derechos humanos, por los que
siempre había soñado.
Indudablemente, los hombres de Estado como Adolfo Suárez,
saben que la democracia no se puede exportar, ni tampoco
imponer, es una forma de vida, una actitud de servicio, que
se tiene o no se tiene. El mérito radica en que él supo
gobernar para el pueblo, no para los suyos, que tampoco le
entendieron en ocasiones, procuraba comprender y escuchar a
todos especialmente a los más débiles. Su historia está ahí,
y no seré yo quien la juzgue, pero entendió que los pueblos
no desean un gobierno autoritario y apostó sin reservas por
un diálogo inclusivo en un país diverso. Su valentía por
acoger esta pluralidad fue enriquecedora. Sin duda, los
esfuerzos por ese espíritu democrático, de gobernanza
consensuada, han merecido la pena, y hemos de estarle por
siempre agradecidos. En este sentido, hubo un tiempo que los
gobiernos de todo el mundo miraban a España con cierta
admiración, por esa transición ejemplar llevada a cabo por
este irrepetible líder político, que con su transparencia y
actitud de servicio fortaleció el imperio del derecho y el
respeto de todos los derechos humanos y las libertades
fundamentales internacionalmente reconocidas.
Pasar de una dictadura a la democracia sin derramamiento de
sangre, a mi juicio, se debió principalmente a esa capacidad
persuasiva del consenso. Adolfo Suárez supo pilotar como
nadie el timón del Estado de Derecho, y gracias a su talento
e incondicional capacidad de trabajo, consiguió con su
conocido: “puedo prometer y prometo”, avanzar hacia una
ciudadanía responsable y lograr, en aquel momento, que las
formas democráticas de gobierno funcionasen debidamente. Fue
el hombre de la Democracia en España; y no sólo en el
sentido de un procedimiento frío, sino que permaneció más
allá del término e hizo germinar el fruto de la aceptación
de unos para con otros, convencido de los valores que
inspiran los ordenamientos democráticos.
Suárez sabía que debía existir consenso en valores tan
sublimes como el bien común, la dignidad de las personas y
el respeto a los derechos humanos. Si en estos valores no
existiese asentimiento resultaría imposible la estabilidad
democrática. Y claro, que existieron. Por eso, su apuesta
por edificar una cultura democrática despertó un entusiasmo,
en parte injertada por su apasionamiento por la política de
consenso. Al fin, todos queremos dejar oír nuestras voz.
Participar. Y ciertamente, a todos nos incumbe por igual
nuestro futuro común. Pero hay que asegurarlo con ese
espíritu que tuvo Suárez de comprensión y razonamiento, sin
radicalismos intransigentes, que nos impidan convivir.
Naturalmente, durante la transición española, la expresión
consenso llegó a estar en todas las agendas de reunión. Era
el lema de moda. Y el artífice de esta práctica, sin duda
fue Adolfo Suárez. Precisamente, los pactos que dieron lugar
a la Constitución de 1978, eran las verdaderas columnas del
diálogo. Está visto que cuanto más se consensuan los
aconteceres de la vida, las sociedades se vuelven más
tolerantes y sí hoy se percibe un consenso casi universal
sobre el valor de la democracia, esto se considera un
positivo signo de los tiempos. En España, desde luego,
fueron esenciales para el desarrollo estos acuerdos que
tenían como objetivo activar la convivencia por encima de
cualquier propaganda electoralista. El recurso al diálogo,
sin ceder al desánimo, fue vital en un país que en otro
tiempo cultivo una incivil contienda y que dejó una huella
imborrable. De ahí la importancia de este presidente en
acometer esta ardua empresa de tejer pacientemente la trama
de la reconciliación y de la pacificación, en un instante
tan crítico como oportuno. Ciertamente, nos parece un
lección altamente inspiradora para todos los que, en los
momentos actuales, sientan la necesidad de servir a la
ciudadanía.
Cuentan las crónicas que el primer presidente de la
democracia, Adolfo Suárez, ha muerto rodeado de los suyos, y
también de todos los españoles. Lo acaba de refrendar la
persona que representa el símbolo de unidad y permanencia,
el Jefe del Estado, “mi dolor es grande, mi gratitud
permanente”. Realmente ha sido un hombre aglutinador, que no
escatimó entrega para lograr un país más humano, más unido y
más justo, sabiendo que una democracia sin valores se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como nos revela la historia a poco que buceemos
por ella. Estos valores no pueden sustentarse en una opinión
cambiante del político de turno, sino únicamente en el
reconocimiento de una ley moral objetiva, que es siempre el
punto de advertencia y relación que tuvo el primer
presidente del Gobierno de la democracia en este país. Se
nos ha ido, pero su legado queda como referente y como
referencia para todos nosotros, los que aquí continuamos.
Hoy más que nunca, a mi entender, es necesario que la
opinión pública adquiera conciencia de la importancia del
consenso para entenderse y, en definitiva, para la
supervivencia de una sociedad que aspire a ser
verdaderamente democrática.
Los desafíos globales que debe afrontar la familia humana en
un futuro, nos debe hacer reflexionar a partir de
trayectorias ejemplarizantes como la de este presidente del
gobierno. Ahora, que su voz se ha apagado, tras once años de
lucha contra una enfermedad que le hizo olvidar hasta de su
propia existencia, conviene que meditemos sobre su
encomiable dote, que no es otra que una lucha pacífica desde
la comprensión. No tienen sentido las relaciones de odio y
lucha sangrienta, la violencia entre los seres humanos. El
presidente Suárez, supo establecer diálogos interesantes,
consenso sin violencia. El mérito es grande. El
agradecimiento es grandioso. Pienso que debemos proseguir
esa misma línea, para que la política vuelva a ser más
esperanza que espectáculo, más autenticidad que bochorno,
más conciencia que negligencia, más donación que interés. Su
enseñanza, en suma, debe ayudar a respetarnos más como
ciudadanos y también a querernos como personas, para que
entre todos, podamos traducir sus deseos, y los deseos de
otros, en un mundo mejor para toda la especie humana.
Convivir tiene que ser posible. Suárez, en España, lo
consiguió. ¡Descanse en paz!.
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