Sabíamos que el ex presidente del
Gobierno, Adolfo Suárez, seguía empeorando de su larga
enfermedad, pero el hecho de que, desde su círculo más
cercano no se diera ningún tipo de noticias nos hacía pensar
que, cuando menos, su gravedad no sería extrema.
Desafortunadamente, la aparición en rueda de prensa de su
hijo, Adolfo Suárez Illana, ayer por la mañana, nos ha hecho
ver que las horas de Adolfo Suárez, el gran presidente de la
transición, son ya muy escasas y que si no antes de salir a
la luz esta columna, podría ser hoy mismo, o a más tardar
mañana, cuando el principal artífice de la transición nos
haya dejado.
Más de media España, de los que somos mayores de 50 años,
tenemos que sentir su desaparición, porque con él la imagen
del País cambió totalmente, en unos momentos muy difíciles,
con una inflación cercana al 30%, con crisis no superadas y
con todas las secuelas que quedaban en pie, unas con fuerza,
otras más gastadas, heredadas del régimen del General
Franco.
La llegada a la presidencia del Gobierno, a principios de
julio de 1976, del joven político, un hombre del régimen,
llenó de expectativas de todo tipo a casi todos, porque
aunque el Rey, cuando lo nombró, acababa de dar una vuelta
de tuerca a favor de la democracia, al haber fulminado a
Arias Navarro, elemento más duro del régimen de Franco en
los últimos años del General, Arias Navarro era el
policía-policía de los de aquella época, presidente del
Gobierno desde el atentado que costó la vida a Carrero
Blanco, a pesar de todo esto, desde la calle se decía que
Suárez era un hombre del régimen, fue el “delfín” de Herrero
Tejedor, ideólogo del sistema en aquellos momentos que
ostentaba la Secretaría General del Movimiento. Y Suárez
sería su “heredero político”, pero un heredero leal, que fue
capaz de desmontar el sistema, desde dentro, sin traumas de
ningún tipo, dándole a cada uno su sitio, incluso al PC, y
aunque se granjeara las iras y los odios de lo poco que
quedaba del “régimen”, especialmente del bloque duro, su
juventud, su sinceridad y su claridad, a lo largo de su
andadura, hace que lo recordemos, mientras vive, como un
gran presidente y cuando muera seguiremos pensando casi lo
mismo.
Se ha dicho que sus conocimientos no eran profundos y puede
que sea cierto, como también es cierto que no tenían unos
conocimientos muy profundos Felipe González o Zapatero, pero
él, siempre, tuvo un alto sentido del Estado, para el que
esto, el Estado, siempre estaría por encima de su partido.
Y es que él, partiendo de aquí, fue un gran reformador,
especialmente en dos terrenos, en el laboral y en lo fiscal,
una doble parcela sobre la que siempre se había querido
hacer algo, pero nunca se había profundizado en ello.
Y el primero y posiblemente más importante de los pasos que
dio fue aquel acuerdo en el que todos colaboraron y que ha
pasado a la posteridad como los Pactos de la Moncloa. Era
una buena forma de empezar a caminar, había, además, falta
de interlocución social y con él ya empezó a aparecer la
labor sindical, hasta entonces desplazada, cosa que ayudó
perfectamente a poder dar otros dos pasos más el Estatuto
del Trabajador y la Ley de empleo.
Tocó todo, fue poniendo orden, él comenzaba y los demás le
seguían de buena gana, era el comienzo de un período
democrático y cuando dimitió dejó el camino expedito para
que lo siguieran los demás, pero sobre todo lo que dejó fue
un camino de cordura y de honradez, que otros han desviado,
especialmente hacia la corrupción.
¡Ojalá! las palabras de Adolfo Suárez Illana no se cumplan
tan pronto como parece que puede llegar ese fatal desenlace.
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