Era jueves. Mi padre, maestro de
escuela, y mis hermanos ya se habían ido a clase. Aquel día
yo entraba a segunda hora. Me desperté y encontré a mi
madre, que también salía más tarde de casa, prestando
atención a la televisión. Unas bombas habían estallado en
varias estaciones de trenes en Madrid. Se acababa de
producir el mayor atentado terrorista de la historia de
Europa. Era 11 de marzo de 2004.
Aquel acontecimiento siempre ha estado y estará rodeado de
polémica. Manifestaciones masivas en contra de una guerra
criminal, unas elecciones a la vuelta de la esquina y la
manipulación de un Gobierno compuesto por sinvergüenzas son
los factores políticos que hacen que la discusión sobre lo
acontecido aquella fatídica mañana continúe produciendo
divisiones en la sociedad española. En democracia se debe
debatir sobre todo, pero hay ciertas líneas rojas que por
dignidad, vergüenza, respeto y pura humanidad no deben ser
nunca cruzadas y que, a raíz del 11-M, muchos han estado
cruzando durante 10 años con total impunidad. Me refiero a
todos los desalmados que se llenan la boca hablando de la
defensa de las víctimas del terrorismo de ETA y que, en
cambio, no han escatimado esfuerzos a la hora de proferir
insultos y amenazas contra Pilar Manjón, un odio siempre
alentado por el vomitivo ejercicio pseudoperiodístico de
personajes infames como Federico Jiménez Losantos o César
Vidal.
Pilar Manjón es la presidenta de la Asociación 11-M
Afectados del terrorismo. Su hijo Daniel murió a los 20 años
en uno de esos trenes que jamás llegaron a su destino. En
España, las víctimas suelen contar con el respeto y la
consideración del grueso de los fabricantes de opinión e
ideología. Pilar Manjón es la excepción. ¿Su pecado? Ser
rebelde, haberse pronunciado en contra de la Guerra de Irak,
haber peleado por los derechos de los trabajadores desde las
filas de Comisiones Obreras, apoyar al pueblo palestino,
denunciar las mentiras de un Gobierno falsario e interesado
que jamás asumió el perder unas elecciones. Su pecado es no
haber dejado que el poder manipulara su dolor. Su pecado es
ser roja, algo que en este país sigue produciendo urticaria
y llamando a la inclemencia y la vileza de los inhumanos y
los perros de la extrema derecha. A Pilar Manjón siguen sin
perdonarle su compromiso con las causas justas, pero no está
sola. Todos los que albergamos un mínimo de sensibilidad y
decencia nos solidarizamos con ella y sentimos horror cuando
la escuchamos narrar el calvario al que la caverna lleva
sometiéndola durante diez años, un acoso que ha hecho que
una víctima de terrorismo haya tenido que salir a la calle
acompañada de un escolta que la protegiera de los posibles
ataques de los miserables que le mandan mensajes hirientes
sobre su hijo, le pintan dianas en la puerta de su casa o le
escriben insultos en su coche. Malditos sean.
Como Pilar Manjón, somos muchos los que no olvidamos la
gestión repulsiva que el Gobierno de un José María Aznar al
que algunos querríamos ver ante tribunales internacionales
junto a su amigo George W.Bush hizo de los atentados del 11
de marzo. Recordamos las mentiras de Ángel Acebes y somos
conscientes de que las víctimas que producen las políticas
de los poderosos siempre las pone el pueblo. Eran los hijos
y las hijas del pueblo trabajador quienes, en su mayoría,
ocupaban los asientos de aquellos trenes y son los hijos e
hijas del pueblo trabajador los y las que se dejan la vida
en los frentes de combate. Como rezaba una pancarta:
“Vuestras son las guerras, nuestros los muertos”.
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