La otra noche, dos tipos muy
graciosos se me acercaron y en clave de humor me dijeron:
“Julio, tenemos una proposición para tí, ¿por qué no te vas
a la frontera a darle de comer a los negritos?”. Pensaron
que su comentario era ingenioso. Se reían. Las muertes de la
frontera, casi un mes después, continúa mostrando la faceta
más miserable de ciertos personajes que apuesto a que se
darán golpes de pecho vestiditos de monaguillo cuando llegue
el mes de abril. Sin duda, estas actitudes son el fruto de
una construcción social, tienen una explicación sociológica.
Giorgio Agamben, en su “Homo sacer”, distingue entre “zoé”,
el simple hecho de estar vivo, la vida desnuda, y “bios”, la
vida calificada. Contra la vida desnuda, el poder puede
ejercerse sin ningún tipo de ley que lo limite. Los judíos
del Holocausto o los prisioneros que el Premio Nobel de la
Paz Barack Obama mantiene en la cárcel de Guantánamo serían
buenos ejemplos. No es que se les prive de sus derechos; es
que no son sujetos de derecho, están fuera del derecho. Como
los muertos de nuestra frontera, son “ilegales”, enemigos a
los que combatir por tierra, mar y aire. El lenguaje nunca
es inocente. Catalogar a alguien de ilegal supone su
inmediata criminalización. El crimen es ilegítimo, y ante lo
ilegítimo cualquier medida es legítima. Todo vale contra un
ilegal, desde encerrarlo en las mazmorras de los CIEs hasta
provocar su muerte por ahogamiento, pasando por la previa
decoración cicatrizal de su cuerpo acuchillado a base de
concertinazos.
Con este panorama no sorprende que en su día, el democrático
gobierno español narcotizase a más de un centenar de
inmigrantes, los metiera en aviones militares y los
repartiera entre distintos países de África. “Teníamos un
problema y lo hemos solucionado”. Eso fue lo que afirmó el
entonces Presidente de la Nación, aquel sádico con bigote y
abdominales de Bruce Lee del que tanto se acuerdan hoy los
niños de Irak. Ni siquiera extraña que otros 500 seres
humanos fueran encontrados en una zona del desierto del sur
de Marruecos sin acceso a agua ni comida. Habían sido
expulsados de nuestra ciudad y de Melilla y presentaban
impactos de pelotas de goma sumados a otros evidentes signos
de maltrato. ¿Cómo es posible que esto ocurra? Pues porque
no son personas como nosotros, sino “invasores”,
“avalanchas” y “manadas de ilegales”. Constituyen el zoé de
Agamben. Tal vez, no formalmente, pero desde luego sí
materialmente.
La deshumanización y brutalidad de un sistema basado en la
competitividad incesante conduce a una parte nada desdeñable
de la población a ver contrincantes entre sus iguales. El
inmigrante no está en mi bando, sino que es alguien con
quien competir. Su vida no importa. Lo crucial es que no me
quite el trabajo y que su cáncer o sida no sea tratado con
el dinero de mis impuestos. Una sociedad así, la sociedad
que quieren que seamos, es una sociedad completamente
enferma. Y los enfermos nos tachan de hipócritas a los que
no mostramos sus síntomas y nos atrevemos a escupirles lo
despreciable de los hechos que justifican. Si dices que un
ser humano no debe morir en la frontera te dicen que lo
metas en tu casa, al igual que te mandan a Cuba si defiendes
la redistribución de la riqueza o el derecho a decidir de
los pueblos de América Latina. “Es fácil decir todo eso
desde la comodidad del primer mundo” afirman estos eruditos,
cuando la realidad es la contraria. Lo fácil desde este lado
del globo es juzgar a los países pobres y a sus gobiernos,
tacharlos de populistas, mostrar un colonial eurocentrismo y
cerrar las fronteras para que el drama de la “invasión” de
los invadidos no salpique mi apacible existencia. Lo fácil
es ser conservador. Lo fácil es ser pasivo, ver la
injusticia y no decir nada.
En la Alemania de los años 30, muchos sabían lo que pasaba y
miraron hacia otro lado o hasta incluso colaboraron en la
barbarie. ¿Acaso eran todos seres crueles e inhumanos? No,
eran personas normales, ejemplos de esa “banalidad del mal”
a la que apuntó la filósofa Hannah Arendt. Gente gris,
individualista, alienada y obediente con el poder,
exactamente igual que el funcionario que dispara una pelota
de goma contra una persona desesperada apunto de ahogarse.
Exactamente igual que el lumbreras que después de leer esto
me mandará a Cuba.
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