Siempre se ha dicho, al menos yo
lo he oído desde que empecé a tener uso de razón, que el
borracho, el loco, el preso, el exaltado, y sobre todo el
niño, hablan solos, demostrándonos que el lenguaje es antes
que medio de comunicar ideas, una pura manifestación del
simple hecho de vivir.
Hablamos no sólo para que nos oigan sino también para
oírnos. Tan es así que cuando se borran por un momento las
barreras de los prejuicios o de los convencionalismos;
cuando aún no se ha frenado lo espontáneo mediante la
educación; cuando el hombre se muestra libre de la
servidumbre de lo civilizado, aparece el soliloquio. Así,
José María de Mena, el autor de ‘El polémico dialecto
andaluz’, libro que es una joya, no duda en decirnos que los
manantiales del lenguaje brotan de los sentimientos, de los
instintos, y de la inteligencia.
Los sentimientos son buenos o malos acordes con el
tratamiento que uno reciba de los demás: pues no existe el
amor ciego. De modo que a quien me quiera lo quiero; a quien
me deteste, lo detesto; y a quien trate de fastidiarme
-eufemismo para evitar el pronunciar lo de joderme;
vulgarismo impropio y que puede herir susceptibilidades
melindrosas -, mucho me temo que no le saldrá gratis la
fechoría.
Eso sí, mis actuaciones defensivas se tendrán que atener a
los modestos medios con los que cuente en ese momento.
Medios que son imprescindibles, sin duda alguna. Pues
todavía carezco de madera de héroe como para enfrentarme a
un posible toro suelto a cuerpo descubierto y, para más
INRI, haciendo el don Tancredo. Por una razón muy sencilla:
los héroes hace ya mucho tiempo que están de capa caída.
Vamos, que cotizan a la baja.
Más que de instintos, me van a permitir que me refiera a la
intuición: que, como todos ustedes saben, y si no yo se lo
digo, es la manera de conocer algo, de forma inmediata, sin
razonar. Hacer uso del olfato intuidor no es fácil, si uno
no tiene conocimientos suficientes. Y, naturalmente, tampoco
conviene abusar de la perspicacia.
Mi intuición me ha hecho muchas veces descubrir cómo alguien
estaba fraguando una traición contra otra persona o contra
mí. En el primer caso, la persona avisada no tenía por qué
creer a pie juntillas mi advertencia. Y, claro está, mi
insistencia llegaba a ser molesta e incluso perjudicial para
mis intereses. Mis aciertos, en cambio, nunca me los
agradecieron ni yo los celebré.
En lo tocante a la inteligencia, nunca he creído que mi bien
pensar pudiera estar a la altura del bien pensar de Vivas y
Aróstegui. Dos mentes preclaras. Unidas ambas por un deseo
evidente de pasar a la posteridad como pareja política de
hecho. Dos políticos que están haciéndole un monumento
diario a la coexistencia. Porque cohabitan con la seguridad
de quienes saben sobradamente que por encima de dimes y
diretes ellos nada más que tienen un único fin…: lograr el
bienestar de todos los ceutíes. A cualquier precio.
Sí, a cualquier precio. Porque en el empeño Vivas y
Aróstegui están quebrantándose la salud. Y no existe el
menor atisbo de egoísmo en ellos. Y es más: aun sé que lo
hacen perdiendo dinero y sufriendo críticas tan acerbas que
muy pocos ceutíes, en su lugar, soportarían. Y yo diciendo
que no es tiempo de heroicidades. ¿A qué esperan ustedes,
pues, habitantes de esta Ceuta, pequeña y marinera, tan
celebrada por nuestro alcalde por doquier, para homenajear a
tan grande pareja política de hecho, cuya extraordinaria
convivencia ya ha traspasado fronteras? Albricias.
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