La presión migratoria es una
cuestión de Estado. El propio presidente del Gobierno ha
abordado este fenómeno proclive a la demagogia pero con
profunda exigencia de responsabilidad. No caben políticas de
escaparate en un tema en el que hay en juego, ni más ni
menos, que vidas humanas. Tampoco es razonable poner en
marcha la técnica del ventilador para distribuir
imputaciones en todas las direcciones. Los comportamientos
extremos no conducen al entendimiento ni a aportar un clima
de equilibrio, como tampoco es comprensible que pasemos de
la utilización de balas de goma contra inmigrantes exhaustos
en el mar a dar instrucciones de disuadir a los ilegales que
pretendan acceder a nuestras frontera con cartuchos de
fogueo como si se tratara de un juego de niños.
Si en el término medio está la virtud, no es de recibo que
pasemos de un extremo a otro en cuestión de pocos días.
Conviniendo que es bueno rectificar, no parece tan acertado
cambiar diametralmente de posicionamiento a las primeras de
cambio y, menos, dejar a los agentes de la Guardia Civil con
materiales obsoletos como elementos de disuasión cuando no
de ridículo, ante las posibles avalanchas de ilegales.
Nuestras fronteras no pueden ser un coladero para quienes
pretendan buscar un mundo mejor. No hay capacidad para
asumir ese gran contingente que busca el asalto como forma
de cambiar de vida. Si los límites a nuestra capacidad de
absorción son un hecho, no puede obviarse tampoco que se
requiere poner cortapisas a esas oleadas de inmigrantes que
nos llegan a las puertas de nuestra ciudad. Ceuta ha
mostrado con creces su solidaridad, pero bien distinto es
sentirnos desbordados por una invasión ilimitada.
|