Hace muchos años, cuando yo
dirigía equipos de fútbol, adquirí fama de darles
oportunidades a jóvenes procedentes de categorías
inferiores, tras haberlos seguidos por campos de la
provincia y región donde ejercía como entrenador. Habiéndose
corrido la voz de mi atrevimiento muchos padres o familiares
de futbolistas con la edad en la boca, me visitaban para
recomendarme al hijo, nieto, sobrino o ahijado.
Ni que decir tiene que siempre los atendí muy bien y les
presté toda atención de la que eran merecedores. Y, en no
pocos casos, fue verdad que los chavales gozaban de
cualidades más que suficientes para aconsejar su
contratación.
Ahora bien, los había que se acercaban a mí y me contaban lo
siguiente: “Mire usted, De la Torre, tengo a un
chaval que da gusto verlo jugar. Maneja ambas piernas,
técnicamente es perfecto, y sabe en todo momento dónde están
situados sus compañeros para pasarles el balón en las
mejores condiciones. Si bien debo advertirle de que correr
no va con él. Y creo que no le hace ninguna falta”.
En cuanto oía que el chaval no corría porque, además, no le
hacía ninguna falta, me exaltaba al máximo, hasta el punto
de tener que morderme la lengua para no responder con
acritud ante tamaña majadería. Y es que durante los sesenta,
setenta y hasta bien avanzado los ochenta del siglo pasado,
estaba de moda airear lo de que correr y jugar bien era
misión casi imposible. Una mentira como una catedral que les
venía muy bien a ciertas figuras (!) y cuyo propalación
perjudicó ostensiblemente al fútbol.
Así que surgió, para más INRI, la figura del medio centro
organizador al que solamente se le exigía pasar bien el
balón y actuar con el mínimo esfuerzo. A los organizadores
se les atribuía todo lo bueno que mostraba el equipo y, sin
embargo, se les perdonaba los petardos que daban cuando eran
marcados por adversarios dispuestos a no permitirles el
menor arabesco.
Makelele, quien fuera extraordinario futbolista,
capaz de hacerse el dueño de la parcela vital del medio
terreno, fue uno de los grandes jugadores que hicieron
posible que otros muchos actuaran casi siempre a medio gas.
Los Makelele de turno pusieron de manifiesto que en el
terreno de juego todos los participantes debían correr. Y el
fútbol empezó a cambiar. Por una razón muy clara, y sírvame
el ejemplo: ¿se imaginan ustedes que, de los doce o catorce
costaleros que van debajo de un paso, cuatro de ellos
decidan no arrimar el hombro?
Días atrás, tanto Fabio Capello como Carlo
Ancelotti nos dijeron algo que Mourinho ha
defendido siempre: los jugadores que no corren no juegan. En
el fútbol actual está prohibido hacerlo con el mínimo
esfuerzo. Y no basta alumbrar a la concurrencia con un
regate esplendoroso, un control sublime o un cambio de
orientación con el balón volando majestuosamente por las
alturas.
La exquisitez técnica, sin esfuerzo, ha sido siempre
defendida por periodistas que se han servido de ella para
hacer literatura en vez de críticas eficaces. Como la que
hizo un italiano en su momento: me da usted un buen medio
campo y ganaré todo lo que se juegue.
Los componentes de un buen medio campo han de manejar el
balón tan bien como saber jugar. Con estilos diferentes.
Como no podía ser de otra manera. Pero todos deben correr.
Corriendo se reparte el esfuerzo y el paso, en este caso, el
andamiaje del equipo, ni se resiente ni se ladea. Pues los
hay que siguen sin enterarse.
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