Sabemos que el uso de la violencia
es inaceptable. Ya, en su tiempo, el perenne político y
pensador indio Mahatma Gandhi, llegó a decir que “quisiera
sufrir todas las humillaciones, todas las torturas, el
ostracismo absoluto y hasta la muerte, para impedir la
violencia”. Desde luego, debiéramos hacer algo para que los
desafíos sangrientos nos abandonasen. La humanidad ha de
propiciar otros cultivos más armónicos, otras atmósferas más
pacíficas, otros diálogos más verdaderos. Por otra parte,
las leyes humanitarias internacionales están para ser
cumplidas. No se pueden imponer cercos, como sucedió en
Siria, que pongan en peligro vidas humanas. La espiral de
violencia desatada en Ucrania tampoco tiene justificación.
No cabe duda que vivimos tiempos de conflictos entre
personas, grupos étnicos y religiosos, gobiernos y naciones,
intereses económicos y políticos, pero jamás se pueden
solventar si respondemos con más fanatismo.
Verdaderamente, la violencia es suicida. La respuesta no es
el enfrentamiento, sino la persuasión y el diálogo. La
discordia asume formas nuevas y espantosas que debe
estimularnos a otro tipo de réplicas. Hay que pedir calma a
las fuerzas económicas y políticas de los países, pero
también activar otros estímulos combativos de justicia
universal. Desde luego, sembrar en la mente de las personas
la nefasta semilla ideológica del odio, injerta una serie de
luchas absurdas e innecesarias. Está visto que la lucha
armada como vía para cambiar la sociedad es una tremenda
necedad, que lo único que hace es acrecentar la agresividad,
el resentimiento y la irracionalidad permanente. Los líderes
deben ser conscientes de la relación directa que hay entre
sus palabras y las acciones de sus seguidores, y deben
entender que se les pedirá responsabilidades por las
violencias avivadas que hayan ordenado, inducido o
solicitado. El pueblo, también debe ser sensato, y pensar
que la intimidación crea más problemas sociales que los que
resuelve.
Grave es la responsabilidad de aquellas políticas que
propician el rencor y el resentimiento como motores de
lucha. Al igual que es peligrosa la actuación de aquellos
poderes que reducen al ser humano a dimensiones puramente de
mercado, contrarias a su dignidad. Sin negar la gravedad de
muchas contrariedades impuestas y la injusticia de muchas
situaciones, es imprescindible en estos momentos proclamar
una defensa tajante de los derechos humanos con los medios
necesarios y los métodos posibles. Una especie que retrocede
en los valores del comportamiento de la persona,
difícilmente va a progresar humanamente. El progreso de la
vida moral es tan fundamental, si cabe aún más, que el
progreso de la ciencia y de la técnica. No olvidemos que el
género humano vive en sociedad y avanza socialmente a través
de su trabajo colectivo y de su inteligencia. Gobiernos y
Estados del mundo entero deben comprender que, si no quieren
enfrentarse y destruirse mutuamente, deben unirse en el
cumplimiento de las leyes humanitarias internacionales.
No hay otra solución, el camino de la violencia no conduce
nada más que a un mar de crímenes innecesarios. El diálogo
nunca está demás, sobre todo para que cesen las hostilidades
a nivel mundial. Consecuentemente, hemos de apostar por
sociedades pacíficas que, abrazadas a la diversidad, se
complementen en una apuesta decidida por la justicia.
Precisamente, la violación de dicho orden de justicia, es lo
que genera todo tipo de brutalidad y barbarie.
Evidentemente, Naciones Unidas es una acertada vía de
negociación para conseguir que la cooperación entre naciones
sea posible. Por desgracia, los hechos violentos han tomado
posiciones en diversos escenarios. Ahí está su abecedario de
muerte y su lenguaje de dolor. Por eso, deseo vivamente que
este espíritu cese y cada vez se adoctrine menos y se
respete más al ser humano. Tenemos que ser artífices del
cambio. Y lo primero es apelar al sentido de responsabilidad
de los pueblos y de sus líderes. A renglón seguido, hemos de
requerir también a un cambio interior de cada ciudadano,
donde la sed de dominio y la prepotencia motivada en parte
por el egoísmo, se convierta en agua pasada que no mueve
molino. Obviamente, nos merecemos un espacio más conciliador
y menos salvaje. Para ello, tenemos que abrazar otros
horizontes más auténticos y tomar otros caminos, donde
tengamos asegurado más que el pan, el genuino amor de cada
día. Dicho queda.
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