De pronto nos hemos convertido en
una aldea mundial, donde el acercamiento de ciudades y
pueblos hace mucho más necesario el diálogo entre culturas y
la comprensión entre unos y otros. Indudablemente, estamos
llamados a entendernos. Efectivamente, hoy en día, como dice
el mensaje de la directora general de la UNESCO, Irina
Bokova, con motivo del Día Internacional de la Lengua
Materna (veintiuno de febrero), “la norma mundial es el
empleo de tres lenguas como mínimo, a saber: una lengua
local, una lengua de gran comunicación y una lengua
internacional para comunicarse tanto en el plano local como
en el mundial”. Hemos de partir, pues, de que la patria de
todo ser humano comienza por su lengua, que es el
pensamiento mismo, y como tal, ha de participar activamente
en el destino colectivo. El que coexistan armoniosamente las
siete mil lenguas locales que se hablan en el mundo, me
parece que ya es un signo positivo de convivencia que va más
allá de las meras palabras, puesto que a todos nos gusta que
se nos hable en nuestra lengua madre, en clave de corazón
materno, que es que lo transmite un sin fin de sensaciones
de ánimo, aliento, fuerza, impulso.
Naturalmente todas las lenguas contribuyen al conocimiento,
sin embargo, algunas se han universalizado en beneficio de
una comunicación más fluida en esa aldea mundial, de la que
todos somos coparticipes, cada uno con nuestra impronta
cultural emanada de los saberes singulares o autóctonos.
Esto no hay que olvidarlo. A mi juicio, el plurilingüismo
constituye un revulsivo, tanto para el intercambio de ideas
como para la ampliación del talento en el ser humano, para
la identidad de grupos y su inclusión social. Sin duda, para
llegar al cerebro de la humanidad es bueno que cohabite esa
lengua internacional porque facilitará mucho más el diálogo,
pero la lengua materna tampoco se puede obviar, en la medida
que es puro latido que nace del espíritu, con las consabidas
emociones que esto genera y expande. Las lenguas están muy
unidas a la cultura del entorno, que es nuestro bien más
preciado (y apreciado), y protegerlas es protegernos a
nosotros mismos. Por tanto, debiéramos convivir con esta
diversidad lingüística tan importante como la biodiversidad
en la naturaleza. En el fondo todos precisamos interpretar
el mundo con nuestros propios códigos innatos, antes que con
una megalengua común o una lengua de gran comunicación, que
inevitablemente nos va a llevar a un retroceso en las
emociones a comunicar.
Hay cuestiones, como los sentimientos, que no se pueden
globalizar. Cada uno somos como somos y se expresa en una
lengua, o sea, tiene su propio pulso, su propia cadencia y
también su natural significado. De ahí que todas las voces
cuenten en la inmensa diversidad de conocimientos y
experiencias vividas. Prescindir de la lengua local sería
retrotraernos a un visión pobre de la realidad humana.
Sabemos lo fundamental que es impartir la educación en la
lengua materna para que el aprendizaje tenga buenos
resultados, pero también comprendemos lo vital que es para
nosotros poder sentirnos vivos a través de nuestra
específica expresión cultural, como principio biográfico de
cada ser humano que, desde luego, no puede ser truncado. La
conveniencia de que las diversas lenguas convivan, aparte de
ser una auténtica herramienta de conversación y conocimiento
recíproco, promueve un intercambio de prácticas y hábitos de
respeto y tolerancia que a todos nos engrandece como seres
pensantes. Albergamos, por consiguiente, la esperanza de que
el uso de las lenguas, lejos de crear controversias, fomente
un clima de armonía con el enriquecimiento entre lo mundial
y lo local.
Incuestionablemente, no hay lengua sin ser humano, sin
historia humana, sin conciencia humana en definitiva.
Nacemos con una manera de expresarnos y con un modo de
expresión, que se sostendrá a lo largo de toda nuestra vida.
En un mundo como el actual, en el que se entrecruza todo,
también la lengua materna y el plurilingüismo han de
confluir ( o complementarse) mal que nos pese, y deben
interactuar de manera armónica. Realmente cuesta entender
esa inútil guerra de lenguas o mezquina reducción de
lenguajes que, en ocasiones, quiere propiciarse desde
algunos círculos de poder. Por desgracia, únicamente algunas
lenguas tienen el honor de figurar en los sistemas
educativos, lo que conlleva que multitud de lenguas más
pronto que tarde corren peligro de extinción. En este
sentido, hay que felicitar a la UNESCO por la persistente
promoción del multilingüismo y, en particular, la
alfabetización en la lengua materna, con especial apoyo al
componente lingüístico de la educación indígena. Igualmente,
en el campo de la comunicación, apoya la utilización de las
lenguas vernáculas en los medios informativos y promueve el
plurilingüismo en el ciberespacio. Lo mismo sucede en el
campo de las ciencias, la citada organización viene
prestando asistencia a diversos programas destinados a
reforzar el papel de las lenguas nativas en la transmisión
de los conocimientos autóctonos e indígenas.
Reconozco que siempre lamento la desaparición de cualquier
lengua. Considero que es una mala noticia. Creo que lo mejor
que podemos hacer para evitar su muerte es la creación de
condiciones propicias para que sus hablantes la sigan usando
y la enseñen a sus descendientes. Verdaderamente, si
olvidamos el materno lenguaje y su ensamblaje de emociones,
así como el abecedario de sentimientos y la cartilla de
valores congénitas a nuestro propio ser, de qué nos sirven
las cátedras lingüísticas aprendidas si, en todo caso,
relegamos de nuestras distintivas raíces. Ciertamente, la
lengua llega a confundirse con el aire mismo que respiramos.
Requerimos de un lenguaje para crear y también para
recrearnos. Vivimos en el lenguaje, somos el lenguaje en la
pluralidad de lenguajes. En consecuencia, estimo que es
bueno tener una oportunidad para la reflexión, como puede
serlo el día veintiuno de febrero, o si quieren para la
movilización de conciencias, a fin de pensar, que no sólo
vivimos a través de las lenguas, sino que las necesitamos
para expresarnos; y que, por ende, no cabe la exclusión, ya
que articula desde nuestras relaciones sociales hasta
nuestro personal bosquejo de palabras.
Irremediablemente somos caminantes en dialogo permanente,
unas veces movemos nosotros los labios y otras es el alma
quien contesta por nosotros desde el silencio, pero siempre
a través del pensamiento y la razón, que nos marca como
especie, desde el nacimiento, y a través de la exclusiva e
inherente lengua madre. Nos alegramos, pues, que esta
onomástica no pase desapercibida y tenga cada vez más
resonancia en todo el planeta. Desde nuestra humilde
posición, esperamos ayudar a que así sea. Personalmente,
estoy convencido de que realzando el valor de las lenguas y
explorando sus riquezas contribuimos, de este modo, a
acrecentar las reservas fonéticas del planeta, que también
tienen su corazón, y que es el de cada uno de nosotros, los
humanos.
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