Uno, que nació cuando aún sonaban
los últimos cañonazos de nuestra guerra incivil, comenzó a
frecuentar muy pronto los trenes y tuvo la oportunidad de
verlos repletos de personas que emigraban a lugares donde
evitar la muerte por hambre. En aquellos trenes, llamados
carretas, porque no corrían sino que iban deprisa y se
detenían hasta en los apeaderos, los migrados, con sus
maletas de cartón piedra, amarradas con una cuerda, prueba
manifiesta de pobreza, llevaban impreso en la cara el dolor,
el enorme dolor que sentían por tener que desertar del lugar
donde fueron nacidos. Esa patria de la infancia que jamás se
olvida. Drama.
España, que hace nada necesitó de Suramérica para sus
exiliados políticos, y del mundo entero para sus pobres,
lleva años sufriendo el asedio de quienes llegan soportando
todos los males habidos y por haber con tal de pisar un
suelo donde creen que, al menos, podrán subsistir. Lo que no
deja de ser grave error. Ya que España, con seis millones de
parados, y una clase media que ha perdido su poder
adquisitivo, y en la que los comedores sociales no dan
abasto, y donde la miseria propicia que los contenedores de
la basura sean objetos del deseo de quienes están sometidos
a la canina, no reúne condiciones para admitir a más
hambrientos.
Si la hambruna existe en el mundo es porque les conviene a
quienes podrían erradicarla en un amén. Pero sobran palabras
y faltan hechos. Aún me acuerdo de cuando Jhon F. Kennedy
decía que si una sociedad libre no puede ayudar a sus muchos
pobres, tampoco podrá salvar a sus muchos ricos. Pero la
prédica de Kennedy quedó superada por el concepto que tienen
los capitalistas de la pobreza. El señor capitalista afirma,
socarrón: “Es el destino quien hace a los pobres”. Pero a
ver qué político le pone el cascabel al gato haciendo un
programa contra los ricos y no contra la pobreza.
Me hace mucha gracia oírle decir a cualquier político,
simulando bondad, eso tan socorrido de que no podemos
sentirnos felices mientras otros viven en la miseria. Y,
tras pronunciarse así, se quedan tan panchos. Y, desde
luego, me entra la risa nerviosa nada más leer este primer
párrafo de un artículo de Juan Luis Aróstegui: “La
decadencia viene del debilitamiento de los principios. La
laxitud moral prolongada nos ha llevado a vivir en la más
nauseabunda decadencia. Esta sociedad, esclava de la fútil
opulencia, está irreversiblemente enferma. Sólo una
revolución ética y tal y tal y tal”.
A mí no me sorprende que la política esté apestada de
necedades y miserias, de vanidades, de torpes intenciones,
de bajezas y de envidias. Y de tipos que no dudan en
hacernos creer que somos culpables de la muerte de los
inmigrantes que deseaban por encima de todas las cosas
llegar a España. Como si esas muertes nada más que les
afectaran a ellos.
Tras producirse el desgraciado suceso, he leído las críticas
que se le han hecho al Delegado del Gobierno. Una de ellas
se refería a su forma de contar los hechos. Y llevaba razón
el articulista. Aunque ello no quiere decir que
Pacoantonio carezca de buenos sentimientos. Si bien su
forma de expresarse propicie creerlo. En el caso del
dirigente de Caballas, en cambio, parece estar deseando que
González sea visto como culpable del desaguisado y hacerle
caer de su cargo con esa tacha para inutilizarlo
políticamente. A JLA se le ve el plumero. ¿Creen ustedes que
el asesor principal de nuestro alcalde podría ser un buen
Delegado del Gobierno?
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