Es miércoles y llueve. A las dos
de la tarde aún llueve. Y debo decirles que ya he cogido dos
mojadas de miedo. Es el precio que exige tener un perro al
que me resulta casi imposible negarle nada. Y mucho menos
sus tan deseadas y necesarias caminatas.
A cambio, él no deja de mover su rabo en señal de paz y de
lamer mis manos en prueba de acatamiento y respeto. Mi
perro, como muchos otros perros, discurre más que muchas
personas. Además de ser muy bueno y cariñoso. Mentiría, eso
sí, si no dijera que es también algo terco y caprichoso.
Los perros son animalitos muy ordenancistas y
consuetudinarios que recuerdan siempre lo que han conocido
una vez, y a los que gusta ver todo en orden y como Dios
manda. Creo que lo dijo Cela. Pero me van a permitir que no
me levante a mirar en qué libro se permitió escribir
semejante aserto.
Cela también definió al hombre de esta guisa: “El hombre es
un animal muy torpe y consuetudinario que piensa”. Y es que
don Camilo era, al margen de su genialidad, un cachondo de
altos vuelos. Es lo que pienso a las dos y media de la tarde
cuando ha dejado de llover y me hallo enfrascado en la
lectura. Confieso que estoy leyendo porque todavía no se me
ha agriado el carácter lo suficiente como para escribir
expresando mi disgusto por cualquier acción o declaración de
nuestro alcalde. Y es que uno escribe cuando quien nos habla
lo hace convencido de que somos tontos.
Y leyendo me topo con unas declaraciones de César
González Ruano sobre la tacañería de Unamuno:
Ruano cuenta que pasó un día con Unamuno, leyéndole la
biografía que le había escrito, con un taxi de Madrid
esperando (y que le iba a costar mucho más dinero del que le
iban a dar por el libro), y tuvo que pagarlo todo, desde el
primero al último café. Bueno, el último no, porque ya en la
barra del casino, cuando Ruano se iba, Unamuno dijo:
-De ninguna manera, usted no me invita. Cada uno lo suyo.
Y pagaron a medias.
He leído esta historia muchas veces. Y, aunque tengo memoria
de elefante, jamás la aproveché para compararla con esta
otra que les voy a relatar. En los ochenta, un funcionario
muy destacado de nuestro Ayuntamiento, en uno de sus viajes
a Sevilla, le dijo a un periodista que estaba invitado a
venir a Ceuta. El periodista, conocido por mí desde el año
de la nana y que vivía el mejor momento de su carrera, no
dudó lo más mínimo en aceptar la invitación. A los pocos
días, el periodista deportivo arribó a la ciudad.
Me tocó a mí recibirlo y acompañarlo hasta el despacho del
funcionario que había tenido tan buen detalle con él. El
periodista, el funcionario y quien escribe decidimos
desayunarnos en la cafetería situada en la plaza de África.
El funcionario pidió su té habitual y nosotros nuestro
correspondientes cafés con leche. A la hora de pagar, el
funcionario, que hacía de anfitrión, me pidió que pagara yo
porque no quería hacer ostentaciones. Como suena. A la hora
del aperitivo ocurrió lo mismo. E ídem de lienzo en el
almuerzo. Al periodista se le fueron los ojos detrás de un
queso de bola holandés porque, según él, hacía las delicias
de su madre. Y el funcionario se ofreció a comprarle uno. Y
lo hizo: le regaló un quesito de los que valían para ponerlo
de tapa en cualquier bar. Al periodista, muy madrero él,
visto el ridículo presente se le escaparon dos lagrimones
engordados por la pena. El martes me dijeron que nuestro
alcalde es muy rico. Pero rico de veras. Y yo me lo creí…
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