El ansia de los seres humanos por
buscar nuevos horizontes, no solo por curiosas inquietudes
de descubrimiento, sino ante apremios perennes –hambre o
guerras, oportunidades laborales–, es tan vieja como la
misma humanidad. Según el Banco Mundial, 232 millones de
personas viven en países diferentes de aquel en el cual
nacieron. Pero esa determinación de encontrar otros rumbos
es muchas veces fuente de tragedia para quienes se ven
obligados a hacerlo de manera ilegal. Una actividad que
produce cuantiosos réditos, derivados de las sumas que
obtienen quienes se lucran de tan abominable tráfico.
El drama de la inmigración ilegal volvió a las costas Ceuta
el pasado jueves. Una día después de la tragedia, los buzos
todavía estaban buscando cuerpos en el mar, mientras
Marruecos conoce ya de la existencia de cinco cadáveres más.
La presión migratoria de personas procedentes de los países
subsaharianos se ha trasladado desde Canarias a Ceuta y
Melilla. El mayor control por vía marítima ha obligado a los
inmigrantes a intentarlo por tierra. Los desplazamientos
provocados por conflictos y guerras agravan la situación.
Aunque Jorge Fernández aseguró que la colaboración marroquí
es “extraordinaria”, lo cierto es que las autoridades del
país vecino no han sido capaces de evitar que miles de
subsaharianos acampen en los montes cercanos a Ceuta y
Melilla esperando para cruzar.
El de las rutas de la muerte es un problema serio,
vergonzoso y complejo, que tiene detrás crueldad y crimen.
Es un drama humano que requiere, en lo posible, más
cooperación entre países fronterizos y mucha justicia. A más
de grandes esfuerzos policiales y severos castigos para los
traficantes de personas.
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