Me he enterado de su fallecimiento
a prima mañana de un sábado desapacible y lluvioso.
Futbolista grande, entrenador extraordinario, y persona de
difícil acceso. Con él hice el curso de entrenador nacional
en 1973. Que quedó marcado por la muerte de José
Villalonga: entrenador del Real Madrid, Atlético y
seleccionador nacional.
Fue en unos de los ejercicios a balón parado, cuando yo
reclamé la intervención de Aragonés como ejecutor de una
falta directa. Y a partir de ese momento raro era el día que
no me diera palique. Jugador en activo todavía, aunque
dispuesto ya a retirarse, durante un desayuno se abrió
conmigo, con cierto deje de amargura: “Cuando el Atlético
pierde o juega mal, dicen que la culpa es mía; y cuando gana
es porque Adelardo ha estado muy bien”.
En aquel curso de entrenadores, los aspirantes de Madrid y
Barcelona, por poseer los apuntes de los que saldrían las
preguntas de los distintos temas de los exámenes, llegaron
más preparados. Y Aragonés fue uno de los que aspiraban a
ser teóricamente el mejor frente a quienes llevábamos ya
varios años ejerciendo como entrenador. Cuando pusieron la
lista de aprobados y suspendidos en el tablero de anuncios
de una de las dependencias del INEF, LA torció el gesto por
haber quedado el segundo de una promoción en la que Luis
Costa, excelente persona, fue el primero.
Aragonés era serio, responsable, tímido y temeroso siempre
de traspasar esa línea tenue que separa lo sublime de lo
ridículo. Lo cual es muy dado en el mundo del espectáculo, y
el fútbol lo era ya desde hacía mucho tiempo. Daba la
impresión de ser antipático; alguien dispuesto a gruñir
porque sí y a enfadarse con suma facilidad: por lo que se
ganó fama de cascarrabias al que había de accederse con
muchísimo tiento.
Cierto es que él se había preocupado de protegerse de
quienes lo abordaban, como si lo conocieran de toda la vida,
con un semblante a la medida. A Luis Aragonés había que
tratarlo -y yo tuve la oportunidad de hacerlo en ese curso y
luego porque tuvimos amigos en común y por cuestiones de
enfrentamientos deportivos- para descubrir de qué manera era
cabal en la amistad o en las relaciones casuales con los que
tenían algo interesante que decir.
Nuestros amigos comunes frecuentaban Casa Lucio
cuando el famoso restaurante residía en el Madrid de los
Austrias. En la temporada 79-80, el Portuense quedó
enfrentado en la Copa del Rey con el Atlético de los
Leivinha, Pereira, Leal y otros grandes jugadores. Luis
y yo, el día antes del partido, estábamos sentados a una
mesa de la cafetería del ya desaparecido Hotel Caballo
Blanco. Y se dirigió a mí de la siguiente manera: “Mira,
Manolo, Martínez Jayo -que era el encargado de
informarle de los rivales- me ha dicho que en Lérida ha
visto jugar a un Portuense en el que todos sus jugadores
saben lo que tienen que hacer y lo hacen más que bien”. Y
Luis acabó así: “Mi respuesta a MJ ha sido que el peligro
del Portuense está en el banquillo”.
El halago de LA -raro en él- tenía su valor. En el verano de
1982, cuando don Vicente Calderón y Aragonés venían
al frente del Atlético para jugar el Trofeo Ciudad de Ceuta,
me lo pasé en grande hablando de fútbol con él. Y hasta me
dijo que le diera mi opinión de Marina; futbolista en
el que Aragonés había depositado su confianza. Ah,
conversamos también sobre los rincones de seguridad en el
fútbol. Y es que el cura Coca, luego dejó de serlo, nos
aleccionó bien al respecto en el INEF.
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