Mi estimado Jesús Cordero,
cuando decidía opinar acerca del ejercicio de leer, en la
tertulia adecuada, allá en los ochenta, solía decir que los
clásicos son unos coñazos a los que si no se les ha leído a
edad temprana resulta imposible hacerlo de mayor, a no ser
que se estuviera guardando cama por prescripción
facultativa.
Y yo solía responderle que habiendo leído El Quijote, cuando
estudiaba mis primeros años de bachillerato, quizá
influenciado por una maestra que nos hacía escribir al
dictado del texto cervantino, no dudé en releerlo hasta tres
veces más con cierta edad. Y mi estimado JC, que las cazaba
al vuelo, siempre me respondía lo mismo: “Bueno, qué se
puede esperar de alguien que ha sido capaz de leerse a los
maestros rusos, siendo ya talludito”.
Pues bien, en 1962 viví yo en un pueblo de La Mancha, donde
me trataron de maravilla y en el que me aficioné a comer el
queso de la tierra y a beber un tinto que estaba dando sus
primeros pasos para perder la condición de morapio
tabernero. Y a veces, durante mis desplazamientos por la
estepa manchega, no podía menos que acordarme de cómo
empieza el capítulo primero de El Ingenioso Hidalgo D.
Quijote de La Mancha: “En un lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme…”.
Fue entonces, cuando pude tratar a muchos y buenos
manchegos, y luego tuve la suerte de frecuentar a otros
siendo yo entrenador de fútbol. Y debo decir que el haber
nacido en tierra nada agradecida, los hacía diferentes a la
hora de darles valor a las cosas. Apreciaban muchísimo lo
que tenían y, por supuesto, no estaban dotados para hacer
alardes de ningún tipo. Me he referido a los manchegos, con
todo el afecto que les sigo profesando a mis amigos de esa
región, como tan bien podría decir lo mismo de otros que
nacieron en lugares donde la tierra también se distinguió
siempre por su tacañería con sus cultivadores.
Siendo así, por qué nos cuesta tanto trabajo reconocer que
los españoles somos individualistas. Ya Weber
escribía: “Un individuo hace por su cuenta parte de su vida;
la más de ella está a cargo de sus circunstancias. Asimismo
Ortega y Gasset se refirió al hombre y sus
circunstancias. Y expone que todo ciudadano, aisladamente
considerado, experimenta el influjo de dos fundamentales
circunstancias que contribuyen a delimitar su posible
destino: el hogar en que nació y el desenvolvimiento
económico del mismo.
El hogar de una nación, leo en ‘Cartas a los celtiberos
esposados’, es su territorio. La miseria, la mediocridad o
riqueza de un país y, por tanto, la forma inicial de ser y
reaccionar de cuantos lo habitan, estarán en relación
directa con las características orográficas y climáticas del
suelo en cuestión. Sobre este asunto, creo que algo dijo
Hipócrates.
Más claro lo expresó Antonio Gala en una de sus
troneras: “El pueblo español es tremendamente insolidario y
es muy difícil convencer al que tiene un poco de dinero o un
poco de agua que le dé un poco al que tiene menos dinero o
menos agua. No es que no se sientan españoles, es que son
insolidarios. Insolidarias unas regiones con otras, unas
ciudades con otras, un pueblo con otro, una calle con la de
enfrente, un vecino con el de al lado…
Nuestro alcalde, tengo entendido que debatirá en la
Convención que celebra su partido, en Valladolid, sobre la
pluralidad de España. Espero y deseo que no le dé, como
viene haciendo a cada paso, por irse por los cerros de… la
poesía. Y haga el discurso adecuado para que nadie ose
bostezar o dar el cabezazo siempre deslucido.
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