No ha mucho me dijo alguien que
sabe más que suficiente de la vida de Mariano Rajoy
que el hecho de haber aprobado unas duras oposiciones,
siendo veinteañero, que lo convirtieron en el registrador de
la propiedad más joven de España, tuvo una influencia
decisiva en su forma de ser a partir de entonces.
Vamos, que desde ese momento, MR, debido a su cortedad, se
dedicó en cuerpo y alma a impedir que la vanidad le jugara
una mala pasada. Por más que sintiera unas ganas locas de
que la gente dijera a su paso: ahí va un gallego que puede
presumir de tener una mente extraordinaria. Así,
retorciéndole el cuello a sus enormes deseos de ser
admirado, la insatisfacción se fue apoderando de él y acabó
haciendo mella en su carácter. Que bien pudo ser
consecuencia de lo que un maestro me dijo un día a edad
temprana
-El hombre –o la mujer- que no puede satisfacer su
misterioso deseo de vanidad, se vuelve triste, duro,
malvado, resentido, y esto en cualquier grado en que el
ejercicio de la vanidad pueda producirse. El hombre -o la
mujer- que ve satisfecha su ansia de vanidad se esponja, se
le licua el siempre durísimo cristal del resentimiento
potencial que llevamos dentro y es capaz de sentir ternura,
justo la que permite el sentido del ridículo. Ya decía en su
tiempo, Josep Pla, grandísimo escritor catalán, que
una sociedad de fanfarrones es plausiblemente concebible;
una sociedad de humildes sería inhabitable y peligrosísima.
MR sabe perfectamente, lo ha sabido siempre, que en España
los primeros pasos de la restauración democrática se
hicieron con tres guapos y seductores, y tres inteligentes y
poco afortunados en sus figuras físicas. Los guapos y
seductores fueron el Rey, Adolfo Suárez y Felipe González.
Los otros –los menos atractivos- fueron Torcuato
Fernández Miranda, Manuel Fraga y Santiago Carrillo. Los
resultados estuvieron bien a la vista. Ninguno de ellos
logró lo que tanto ansiaban. El poder absoluto.
Mucho se ha hablado en España del arte de la seducción
pública. Algo de lo que jamás podrá presumir el presidente
del Gobierno. Falto de éxito ante las cámaras, que es
realmente donde se ganan las elecciones, sólo le queda la
palabra para cautivar a quienes esperan que se distinga por
algo que les haga confiar en él. Pero sus palabras, ya
preñadas de mentiras, no cesan de mostrarnos a un Rajoy
confuso, incierto, ambiguo, aferrado a las muletillas, y
cuyos gestos y tiques le deforman una cara ya de por sí
perteneciente a siglos pasados. Por lo que, según he leído,
incluso a los fotógrafos de su causa les cuesta lo indecible
elegir alguna fotografía que sea capaz de no desentonar en
los periódicos.
Cara que parece expresar un deseo evidente de cachondearse
de todos nosotros. Como si a estas alturas, tras haber
pasado un calvario, debido a su carácter apocado, tratando
de maniatar su desbocado deseo de alardear de ser la mejor
cabeza pensante de España, quisiera ahora enterarnos de lo
que vale un peine. Sobre todo, y por encima de todo, a las
clases más humildes.
En suma, que el registrador de la propiedad más joven de
España, tenido por lumbrera, pero atiborrado de cortedad y
timidez, ha decidido que ya era hora de darle rienda suelta
a su vanidad. De hacernos sentir el peso del gobernante
poderoso que protege a los más ricos y deja a los más pobres
al borde de la inanición. Y lo hace, además, con discursos
ideados para proteger su mente improductiva de pensamiento y
acción.
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