Hubo un tiempo, que voy a situar
en los cuarenta del siglo pasado, ayer más o menos, donde el
hambre de los pobres españoles era tan grande que solamente
vivían pendientes de cómo llenar la botarga. Y en cualquier
pueblo, ante la pregunta de algún extranjero hablador de
nuestra lengua y con ganas de enterarse de cómo se las
apañaban los habitantes para comer, aunque fuera una vez al
día, los vecinos se sinceraban, más o menos de esta guisa:
Detrás de esa colina -dice el hombre inquirido-, toda la
región en leguas a lo largo y ancho está cubierta de robles.
Acostumbrábamos a ir allí y recoger las bellotas y hacer con
ellas “gachas” e incluso pan. Pero si hoy alguien va allí la
Guardia Civil lo vapulea y lo echa. Las bellotas son
guardadas para los cerdos.
Sigue el hombre contando sus desgracias: Por ejemplo, ¿sabe
usted lo que hemos comido hoy? Unas cuantas migajas de pan
con algunas naranjas malas. Esta noche iremos a casa y la
mujer habrá preparado un poco de harina y judías cocidas con
agua. Nada de aceite, puesto que nuestra ración ya se ha
acabado. Pero los niños lloran, su madre les pega, y todo el
mundo le chilla a los demás. Aquí acostumbraba a haber un
gran amor familiar, pero ahora ya queda muy poco. Estamos
embruteciéndonos.
Y el hombre, que se sincera con el inglés que trata de
conocer la realidad de una España gris y miserable, no se
corta lo más mínimo en pronunciarse así, con un deje de
amargura sobrecogedor: Quieren destruir nuestra naturaleza
humana. Quieren convertirnos en animales. Ese es su
programa. El programa de quienes mandan. Y mientras tanto,
los ricos, que son propietarios de toda la tierra, no hacen
nada excepto comer y beber, conducir sus coches arriba y
abajo, y seducir a nuestras mujeres. Menos mal que sólo nos
cabe la esperanza de morirnos muy pronto.
Lo escrito es un hecho real que lo mismo podía situarse en
un pueblo de la serranía cordobesa, bien en otro de la
provincia gaditana, o de la región extremeña, gallega o
manchega. Y puedo dar fe de que semejante drama de los
cuarenta los viví yo en las distintas casas de vecinos en
las que moré durante mi niñez. Aún me acuerdo del llanto de
los niños hambrientos. Que no quiero volver a describir para
quienes son propensos a calificar de sensiblería barata lo
que no quieren oír.
Pues bien, todo lo que hemos luchado, desde aquella época
funesta, para conseguir logros que nos permitieran disfrutar
de una clase media siempre vital para mantener el equilibrio
entre los que más tienen y los que menos, y, sobre todo,
para erradicar el hambre de los niños, vivir dignamente y
hasta conseguir que la Sanidad Pública nos atendiera en
condiciones para hacerle cada equis tiempo una higa a la
Parca, se ha venido abajo.
Anteayer, leyendo la noticia de los pacientes –miles y
miles- que esperan ser atendidos en hospitales andaluces,
catalanes y madrileños, por nombrar los más destacados, se
me vino a la mente tanto la ley de Darwin como la eugenesia.
Y, cómo no, caí en la cuenta de que ambas situaciones
deterioran aceleradamente los lazos que hacen posibles la
vida en común.
Luego, siento escalofríos cuando el presidente del Gobierno
va y nos dice que “estamos ante un presente y un futuro
esperanzador”. Y se fuma un puro, por cometer desatino
lingüístico y mentira sin reparo. Y, por si fuera poco,
nuestro alcalde, durante la entrevista que le hicieron en
“Las mañanas” de RNE, actuó convencido de ser poeta por la
gracia de Dios. Así nos va…
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