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OPINIÓN - SÁBADO, 18 DE ENERO DE 2014

 
OPINIÓN / COLABORACION

“Haciendo un mundo mejor”

Por Rafael Zornoza Boy*


Queridos responsables de la pastoral con inmigrantes y refugiados, queridos sacerdotes y fieles laicos y sobre todo muy queridos hermanos inmigrantes y refugiados.

La campaña de este año “Haciendo un mundo mejor” nos invita a poner la mirada en nuestra misión como cristianos en medio de una situación social marcada por la “globalización de la indiferencia”.

Tenemos algo precioso que ofrecer al mundo: a Jesucristo. Él es el único capaz de transformar al hombre, de hacer un mundo verdaderamente mejor, porque su cambio viene desde dentro, de la conversión de nuestros corazones de la tristeza individualista al gozo de la solidaridad.

Todavía están recientes en nuestra memoria los tristes acontecimientos sucedidos en la isla de Lampedusa el año pasado. Esta isla, testigo de la muerte de miles de inmigrantes desesperados por salir de la miseria y la violencia, lo fue también de la visita del Santo Padre, como todos recordamos. Lleno de fuerza profética, el papa Francisco habló de “la cultura que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles a los gritos de los demás, nos hace vivir en burbujas de jabón, que son hermosas, pero no son nada, son la ilusión de la vanidad, lo temporal, la indiferencia hacia los demás” (Homilía en la isla de Lampedusa, 8 de julio de 2013).

Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de los demás que no nos concierne, o no nos importa. Esta “globalización de la indiferencia” es una auténtica lacra de nuestro tiempo que ha perdido la capacidad de “sufrir con”, es decir de la auténtica “com-pasión”.

El Santo Padre, en su mensaje para esta campaña lo vuelve a repetir. No hace sólo un llamamiento más a la solidaridad sino que juzga nuestra forma de mirar la vida, denunciando el concepto actual de desarrollo que está produciendo millones de excluidos en todos los aspectos. No basta hablar de “un mundo mejor” sino comprender que ese “algo más” que nuestro corazón desea y en busca del cual vamos todos -también los que se ven forzados a emigrar- no puede consistir simplemente en tener más o saber más sino en ser más.

Dice el Santo Padre: “El mundo sólo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a la persona, si la promoción de la persona es integral, en todas las dimensiones, también la espiritual, si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y la acogida” (Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada del Emigrante y del Refugiado 2014).

Abramos ahora los ojos con él ante los emigrantes, porque es una realidad que muchas veces llega a nuestras vidas a través de números y estadísticas, noticias continuas que ya no nos inmutan. Bajo el nombre de “inmigrante ilegal” se esconde una indiferencia terrible, como si no fuese con nosotros, como si en realidad su situación legal les hiciese menos dignos que cualquiera de nosotros. Es muy importante que se incrementen las políticas de ayuda a los países de origen para que puedan darse las condiciones de justicia y paz que les permita vivir sin tener que huir de sus casas abandonando familia, hogar y patria. Pero, de modo más próximo se extiende una mentalidad por la que la situación de los indocumentados se convierte en una excusa que permite admitir un trato de desigualdad con respecto a los inmigrantes. Me refiero a los contratos “ilegales” en el campo, en el servicio doméstico, etc. que consideran “normal” un trato vejatorio y discriminador de estas personas. La lacra del “trabajo esclavo” no puede persistir más en nuestra sociedad. Los cristianos tenemos una misión insoslayable en este campo.

Una sociedad civilizada debe ser sensible y buscar soluciones justas, que respeten la dignidad y la igualdad de todos. Nuestra comunidad cristiana, comenzando por la parroquial, debe asumir la mirada de los ojos de Dios para acogerles e integrarles en la vida parroquial ordinaria, hasta que se sientan parte de la comunidad. Es un reto para el que nos estamos disponiendo con dedicación creciente.

El Paso del Estrecho es nuestro Lampedusa. Lo sabéis muy bien en Algeciras, en Tarifa, en Bolonia, en Barbate y en toda la costa fronteriza, sin olvidar la ciudad de Ceuta. No podemos mirar hacia otro lado. Con el papa Francisco tenemos que pedir a Dios “la gracia de llorar por nuestra indiferencia, la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, incluso aquellos que desde  el  anonimato pueden tomar decisiones con las condiciones socio-económicas para allanar el camino de dramas como éste” (Ibídem).

La responsabilidad no es de otros, es de cada uno de nosotros. Las fuerzas que cambian el corazón de una persona son las que pueden cambiar el mundo entero. Examinemos nuestra conciencia y pongámonos manos a la obra.

En nuestra diócesis de Cádiz existe en Algeciras uno de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs), de los poco repartidos por toda España, con una ampliación de sus instalaciones en Tarifa. Allí se encuentran estos inmigrantes, pobres supervivientes sin nada más que su vida rescatada de mil desdichas. Son indocumentados, no delincuentes, pero la gente no distingue tanto, porque están “presos”, en una situación jurídica extraña, que pide a voces una solución. La Iglesia lucha para regular la presencia de capellanes y agentes de pastoral en estos Centros para poder atenderles con cercanía y cuidado. Porque, además, nuestra misión continúa cuando salen de allí, si es que no son repatriados.

La caridad de los voluntarios, sacerdotes y fieles que se les acercan, es anónima para nosotros, pero ellos nunca olvidarán que en sus rostros encontraron la ternura de Dios y la respuesta a sus angustiadas oraciones.

Ciertamente hay también una globalización silenciosa de la caridad y hay miles de personas que se preocupan de la suerte de sus hermanos. Porque, junto a las trágicas muertes en el mar, conviven con nosotros quienes acogen a los vivos y entierran a los muertos y rezan por ellos, cuantos comparten su aflicción y les ayudan con sus bienes.

Queridos hermanos inmigrantes que convivís con nosotros: quiero deciros que sois un regalo para nosotros, no lo dudéis. Todos somos forasteros y peregrinos en esta vida (1 Pe 2, 11). Nos ayudáis con vuestra fortaleza y vuestra fe. Aportáis a nuestras celebraciones calor y alegría, la vida espiritual que traéis de vuestras tierras y que os ha dado fuerza para superar tantas adversidades.

Vosotros, como la Sagrada Familia, al emigrar lleváis escondido en vuestra indigencia al Señor de la historia y quien os acoge recibe al mismo Cristo, aún sin saberlo (Mt 25, 31-46).

“Haciendo un mundo mejor” realizamos el mandato de Cristo Resucitado: “Id y haced discípulo de todos los pueblos” (Mt 28, 19). Un Pueblo de Dios formado por muchos pueblos “de toda raza, pueblo y nación, tantos que no los podía contar” (Ap 7, 9) en camino, todos, hacia la patria eterna, hagamos un mundo mejor. Os bendigo de corazón,

*Obispo de Cádiz y Ceuta
 

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