Queridos responsables de la pastoral con inmigrantes y
refugiados, queridos sacerdotes y fieles laicos y sobre todo
muy queridos hermanos inmigrantes y refugiados.
La campaña de este año “Haciendo un mundo mejor” nos invita
a poner la mirada en nuestra misión como cristianos en medio
de una situación social marcada por la “globalización de la
indiferencia”.
Tenemos algo precioso que ofrecer al mundo: a Jesucristo. Él
es el único capaz de transformar al hombre, de hacer un
mundo verdaderamente mejor, porque su cambio viene desde
dentro, de la conversión de nuestros corazones de la
tristeza individualista al gozo de la solidaridad.
Todavía están recientes en nuestra memoria los tristes
acontecimientos sucedidos en la isla de Lampedusa el año
pasado. Esta isla, testigo de la muerte de miles de
inmigrantes desesperados por salir de la miseria y la
violencia, lo fue también de la visita del Santo Padre, como
todos recordamos. Lleno de fuerza profética, el papa
Francisco habló de “la cultura que nos lleva a pensar en
nosotros mismos, nos hace insensibles a los gritos de los
demás, nos hace vivir en burbujas de jabón, que son
hermosas, pero no son nada, son la ilusión de la vanidad, lo
temporal, la indiferencia hacia los demás” (Homilía en la
isla de Lampedusa, 8 de julio de 2013).
Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de los demás que no
nos concierne, o no nos importa. Esta “globalización de la
indiferencia” es una auténtica lacra de nuestro tiempo que
ha perdido la capacidad de “sufrir con”, es decir de la
auténtica “com-pasión”.
El Santo Padre, en su mensaje para esta campaña lo vuelve a
repetir. No hace sólo un llamamiento más a la solidaridad
sino que juzga nuestra forma de mirar la vida, denunciando
el concepto actual de desarrollo que está produciendo
millones de excluidos en todos los aspectos. No basta hablar
de “un mundo mejor” sino comprender que ese “algo más” que
nuestro corazón desea y en busca del cual vamos todos
-también los que se ven forzados a emigrar- no puede
consistir simplemente en tener más o saber más sino en ser
más.
Dice el Santo Padre: “El mundo sólo puede mejorar si la
atención primaria está dirigida a la persona, si la
promoción de la persona es integral, en todas las
dimensiones, también la espiritual, si somos capaces de
pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro
y la acogida” (Mensaje del Santo Padre Francisco para la
Jornada del Emigrante y del Refugiado 2014).
Abramos ahora los ojos con él ante los emigrantes, porque es
una realidad que muchas veces llega a nuestras vidas a
través de números y estadísticas, noticias continuas que ya
no nos inmutan. Bajo el nombre de “inmigrante ilegal” se
esconde una indiferencia terrible, como si no fuese con
nosotros, como si en realidad su situación legal les hiciese
menos dignos que cualquiera de nosotros. Es muy importante
que se incrementen las políticas de ayuda a los países de
origen para que puedan darse las condiciones de justicia y
paz que les permita vivir sin tener que huir de sus casas
abandonando familia, hogar y patria. Pero, de modo más
próximo se extiende una mentalidad por la que la situación
de los indocumentados se convierte en una excusa que permite
admitir un trato de desigualdad con respecto a los
inmigrantes. Me refiero a los contratos “ilegales” en el
campo, en el servicio doméstico, etc. que consideran
“normal” un trato vejatorio y discriminador de estas
personas. La lacra del “trabajo esclavo” no puede persistir
más en nuestra sociedad. Los cristianos tenemos una misión
insoslayable en este campo.
Una sociedad civilizada debe ser sensible y buscar
soluciones justas, que respeten la dignidad y la igualdad de
todos. Nuestra comunidad cristiana, comenzando por la
parroquial, debe asumir la mirada de los ojos de Dios para
acogerles e integrarles en la vida parroquial ordinaria,
hasta que se sientan parte de la comunidad. Es un reto para
el que nos estamos disponiendo con dedicación creciente.
El Paso del Estrecho es nuestro Lampedusa. Lo sabéis muy
bien en Algeciras, en Tarifa, en Bolonia, en Barbate y en
toda la costa fronteriza, sin olvidar la ciudad de Ceuta. No
podemos mirar hacia otro lado. Con el papa Francisco tenemos
que pedir a Dios “la gracia de llorar por nuestra
indiferencia, la crueldad que hay en el mundo, en nosotros,
incluso aquellos que desde el anonimato pueden tomar
decisiones con las condiciones socio-económicas para allanar
el camino de dramas como éste” (Ibídem).
La responsabilidad no es de otros, es de cada uno de
nosotros. Las fuerzas que cambian el corazón de una persona
son las que pueden cambiar el mundo entero. Examinemos
nuestra conciencia y pongámonos manos a la obra.
En nuestra diócesis de Cádiz existe en Algeciras uno de los
Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs), de los poco
repartidos por toda España, con una ampliación de sus
instalaciones en Tarifa. Allí se encuentran estos
inmigrantes, pobres supervivientes sin nada más que su vida
rescatada de mil desdichas. Son indocumentados, no
delincuentes, pero la gente no distingue tanto, porque están
“presos”, en una situación jurídica extraña, que pide a
voces una solución. La Iglesia lucha para regular la
presencia de capellanes y agentes de pastoral en estos
Centros para poder atenderles con cercanía y cuidado.
Porque, además, nuestra misión continúa cuando salen de
allí, si es que no son repatriados.
La caridad de los voluntarios, sacerdotes y fieles que se
les acercan, es anónima para nosotros, pero ellos nunca
olvidarán que en sus rostros encontraron la ternura de Dios
y la respuesta a sus angustiadas oraciones.
Ciertamente hay también una globalización silenciosa de la
caridad y hay miles de personas que se preocupan de la
suerte de sus hermanos. Porque, junto a las trágicas muertes
en el mar, conviven con nosotros quienes acogen a los vivos
y entierran a los muertos y rezan por ellos, cuantos
comparten su aflicción y les ayudan con sus bienes.
Queridos hermanos inmigrantes que convivís con nosotros:
quiero deciros que sois un regalo para nosotros, no lo
dudéis. Todos somos forasteros y peregrinos en esta vida (1
Pe 2, 11). Nos ayudáis con vuestra fortaleza y vuestra fe.
Aportáis a nuestras celebraciones calor y alegría, la vida
espiritual que traéis de vuestras tierras y que os ha dado
fuerza para superar tantas adversidades.
Vosotros, como la Sagrada Familia, al emigrar lleváis
escondido en vuestra indigencia al Señor de la historia y
quien os acoge recibe al mismo Cristo, aún sin saberlo (Mt
25, 31-46).
“Haciendo un mundo mejor” realizamos el mandato de Cristo
Resucitado: “Id y haced discípulo de todos los pueblos” (Mt
28, 19). Un Pueblo de Dios formado por muchos pueblos “de
toda raza, pueblo y nación, tantos que no los podía contar”
(Ap 7, 9) en camino, todos, hacia la patria eterna, hagamos
un mundo mejor. Os bendigo de corazón,
*Obispo de Cádiz y Ceuta
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