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OPINIÓN - VIERNES, 17 DE ENERO DE 2014

 

OPINIÓN / EL OASIS

Definición de cenizo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Cuando los sesenta estaban tocando a su fin, el Córdoba había realizado una magnífica temporada en Primera División, siendo Marcel Domingo su entrenador. Y con buen tino principió la segunda. Fue entonces cuando llegó a la capital andaluza un obispo vasco que se chiflaba por el fútbol. Y, sabiéndolo la directiva, tardó nada y menos en ofrecerle asiento en el palco presidencial.

Fue sentarse en el palco la autoridad eclesiástica y comenzar a perder el equipo en el estadio del Arcángel, donde radicaba la fortaleza del conjunto dirigido por el técnico francés. Ni que decir tiene que a la segunda derrota empezaron las murmuraciones, los comentarios, y las miradas a hurtadillas hacia el asiento que ocupaba el prelado norteño.

Y en los mentideros deportivos la gente hablaba ya sin tapujos del gafe del Arcángel. El obispo se enteró muy pronto de que había ganado fama de cenizo y anduvo tentado de no acudir más al campo. Pero como era un hombre muy conocedor de las cosas terrenales, pensó que si dejaba de asistir a los partidos, quedaría para siempre etiquetado como un obispo aguafiestas.

Así que, armándose de valor y aun invocando a algunos santos de su cuerda para que se produjera la victoria cordobesa, llegó un domingo más al estadio dispuesto a sufrir las miradas inclementes de quienes le atribuían las derrotas. Aún se recuerda, entre los directivos más viejos del lugar, el lío que armó el obispo cuando el Córdoba marcó el gol que, al fin, le dio el triunfo.

Cuentan que se levantó como un resorte y gritó así: ¡Coño, ya era hora…, que yo no he sido gafe en mi vida! Su respuesta, puesto en pie y con lo brazos alzados mirando a derecha e izquierda, como diciendo ¡basta ya de acusarme de lo que ni soy ni quiero serlo!, fue celebrada en toda la ciudad. A partir de ese momento, el obispo entraba ya en el Arcángel como Pedro por su casa.

Y es que el obispo era consciente de que quien adquiría fama de gafe terminaba pasando un calvario durante toda su vida. Porque una de las supersticiones más extendidas en nuestro país es la creencia en los gafes, es decir, en aquellos individuos que, supuestamente, funcionan a modo de pararrayos, negativo, atrayendo todo tipo de desgracias sobre las personas que les rodean, sin que ellos sufran por lo general el menor daño. Lo que tantas veces uno ha descrito como manzanillo.

Del miedo a los gafes se ha escrito mucho. Ya que semejante miedo suele abundar en los medios artísticos, en el teatro, en el cine; en las actividades, como decía Jaime Capmany, en las que uno arriesga mucho en un breve instante, como en el mundo taurino o deportivo. Y también en la política.

La postura del obispo vasco, nos hace ver cuánta gente culta, inteligente, preparada y eminentemente racional cede a la tentación del miedo al gafe. Lo cual no deja de ser inevitable. Pues el miedo es libre.

Del miedo al gafe se viene hablando en esta ciudad más que nunca. De ese gafe al que todos miran y le achacan situaciones negativas padecidas ya por muchas de las personas que han estado compartiendo tareas políticas con el susodicho.

Y a mí, cuando se me ha preguntado por una definición de cenizo, me he acordado de la que me dio hace ya muchos años un empresario andaluz: Cenizo es un tonto cuyo torpe entusiasmo laboral le hace destruir todo lo que toca. Hasta el punto de que puede arruinar una empresa o lo que se le ponga por delante.
 

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