Cuando los sesenta estaban tocando
a su fin, el Córdoba había realizado una magnífica temporada
en Primera División, siendo Marcel Domingo su
entrenador. Y con buen tino principió la segunda. Fue
entonces cuando llegó a la capital andaluza un obispo vasco
que se chiflaba por el fútbol. Y, sabiéndolo la directiva,
tardó nada y menos en ofrecerle asiento en el palco
presidencial.
Fue sentarse en el palco la autoridad eclesiástica y
comenzar a perder el equipo en el estadio del Arcángel,
donde radicaba la fortaleza del conjunto dirigido por el
técnico francés. Ni que decir tiene que a la segunda derrota
empezaron las murmuraciones, los comentarios, y las miradas
a hurtadillas hacia el asiento que ocupaba el prelado
norteño.
Y en los mentideros deportivos la gente hablaba ya sin
tapujos del gafe del Arcángel. El obispo se enteró muy
pronto de que había ganado fama de cenizo y anduvo tentado
de no acudir más al campo. Pero como era un hombre muy
conocedor de las cosas terrenales, pensó que si dejaba de
asistir a los partidos, quedaría para siempre etiquetado
como un obispo aguafiestas.
Así que, armándose de valor y aun invocando a algunos santos
de su cuerda para que se produjera la victoria cordobesa,
llegó un domingo más al estadio dispuesto a sufrir las
miradas inclementes de quienes le atribuían las derrotas.
Aún se recuerda, entre los directivos más viejos del lugar,
el lío que armó el obispo cuando el Córdoba marcó el gol
que, al fin, le dio el triunfo.
Cuentan que se levantó como un resorte y gritó así: ¡Coño,
ya era hora…, que yo no he sido gafe en mi vida! Su
respuesta, puesto en pie y con lo brazos alzados mirando a
derecha e izquierda, como diciendo ¡basta ya de acusarme de
lo que ni soy ni quiero serlo!, fue celebrada en toda la
ciudad. A partir de ese momento, el obispo entraba ya en el
Arcángel como Pedro por su casa.
Y es que el obispo era consciente de que quien adquiría fama
de gafe terminaba pasando un calvario durante toda su vida.
Porque una de las supersticiones más extendidas en nuestro
país es la creencia en los gafes, es decir, en aquellos
individuos que, supuestamente, funcionan a modo de
pararrayos, negativo, atrayendo todo tipo de desgracias
sobre las personas que les rodean, sin que ellos sufran por
lo general el menor daño. Lo que tantas veces uno ha
descrito como manzanillo.
Del miedo a los gafes se ha escrito mucho. Ya que semejante
miedo suele abundar en los medios artísticos, en el teatro,
en el cine; en las actividades, como decía Jaime Capmany,
en las que uno arriesga mucho en un breve instante, como en
el mundo taurino o deportivo. Y también en la política.
La postura del obispo vasco, nos hace ver cuánta gente
culta, inteligente, preparada y eminentemente racional cede
a la tentación del miedo al gafe. Lo cual no deja de ser
inevitable. Pues el miedo es libre.
Del miedo al gafe se viene hablando en esta ciudad más que
nunca. De ese gafe al que todos miran y le achacan
situaciones negativas padecidas ya por muchas de las
personas que han estado compartiendo tareas políticas con el
susodicho.
Y a mí, cuando se me ha preguntado por una definición de
cenizo, me he acordado de la que me dio hace ya muchos años
un empresario andaluz: Cenizo es un tonto cuyo torpe
entusiasmo laboral le hace destruir todo lo que toca. Hasta
el punto de que puede arruinar una empresa o lo que se le
ponga por delante.
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