No puede haber saberes si no
retenemos lo que aprendemos. Algo por el estilo dijo
Maquiavelo; quien aconseja, por tanto, tomar apuntes de
lo leído. Y a ellos, a los obtenidos de “El Príncipe”, libro
del que fue autor el intelectual y renacentista florentino,
he vuelto, una vez más, por puro placer de lector que sigue
cada día las peripecias políticas y de los políticos.
Y nada más acceder a ellos, a los apuntes, me doy de bruces
con una de sus máximas: “La política es un arte…”. Y a
continuación aparece una respuesta entre paréntesis, cuyo
autor no anoté en su día, que reza así: “Un arte más o menos
marrullero, pero evidentemente sin escrúpulos, de conseguir
primero y mantenerse después en el poder”.
Cuando nos encaminamos hacia el cumplimiento de cuatro
décadas de régimen democrático, y a pesar de que las
libertades formales han ido tirando, lo cierto es que la
política como manipulación –como arte de engañar, seducir,
maniobrar y, en definitiva, imponerse- sigue viva y
coleando. En estos momentos se manifiesta el hecho más
abiertamente que nunca antes.
La democracia necesita un sistema de partidos. Ya que lo
exige el pluralismo político. Para que los ciudadanos que
piensan de manera diferente puedan ser reclutados en las
diferentes corrientes políticas e ideológicas que hay en el
mercado. Pero no es menos cierto que a continuación aparece
una realidad apabullante: se imponen las malas artes –y no
las bellas partes- para obtener ese gran objetivo que es el
poder.
Muchas veces hemos oído decir, en las campañas electorales,
que los políticos nos ofrecen el paraíso, siempre atractivo,
por más que sepamos tan poco de él, y que en cuanto les
votamos acaban suscitándonos problemas que nos hacen
condenarlos al infierno.
Ya lo aireó en su día Tierno Galván: las promesas
electorales se hacen para no cumplirlas. Y es que don
Enrique presumía de ser un socialista que había leído con
idéntica atención lo mismo a Marx que a Maquiavelo. Y
si no presten atención a lo que éste decía acerca de lo que
buen príncipe –gobernante- está obligado a hacer: “Tiene
necesidad, el buen príncipe, de no observar la fe (la
palabra) dada cuando tal observancia se le vuelva en contra
o se haya extinguido la causa que le hicieron prometer”.
Y a fe que Mariano Rajoy tampoco ha querido ser menos
y no ha tenido el menor reparo en hacer todo lo contrario a
lo que nos había prometido durante su campaña electoral. Y
lo está haciendo convencido de que aunque el engaño sea
detestable en otras actividades, su empleo en la política es
laudable y glorioso, y hasta merecedor de las mismas
alabanzas que recibe quien obtiene el poder por la fuerza.
Luego, como bien dice un amigo, trata de tranquilizar su
conciencia destacando que la “democracia es el menos malo de
los sistemas políticos”.
Los políticos, cuando están en campaña electoral, no reparan
en medios para disputarles a los contrarios el poder. Y los
más listos, y también tunantes, suelen imponerse a los
inteligentes, mediante mentiras, tras mentiras. Y no se les
caen de la boca dos palabras mágicas: ética y cambio. Y como
el pueblo tiene inocencia, deseos, sensibilidad, y
resentimientos pasados, se imagina que todo es posible. Y
los ciudadanos votan, por poner un ejemplo local, a nuestro
alcalde. Y, cuando ya no hay remedio, se percatan de que la
ética en lo político es imposible. Porque, siendo un arte,
prima el engaño. Y nada cambia. Si no es para que suceda
algo peor.
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