La amarga realidad está ahí, no se
puede esconder, puesto que cada día son más los ciudadanos
en dificultades. Fruto de este desconcierto, desgobierno o
desorganización, hoy el mundo es más desigual que ayer, los
Estados son más frágiles, y el contexto familiar se mueve
entre la tensión del caos y de la desesperanza. Todo lo
domina a su antojo la cuestión económica, la avaricia de los
mercados, el egoísmo de unos líderes sin escrúpulos, que
mienten más que hacen, tal vez porque su desvelo no es la
persona, sino el interés de sí y el de los suyos. La fuerza
laboral se ha devaluado tanto en favor de las finanzas, que
los desempleados se encuentran con un horizonte difícil para
encontrar un empleo digno, ante un sector informal e
indecente, que aspira a conseguir el mayor beneficio, aunque
para ello tenga que explotar a seres humanos. Tampoco se
entiende que ante esta situación, no se amplíe la protección
social para reducir la pobreza de algunas familias. Por otra
parte, mucho se habla en los últimos tiempos de la reforma
de la gobernanza financiera, sin embargo nada se dice ante
la desesperada voz de la fuerza trabajadora, totalmente
hundida en muchas ocasiones.
Obviamente el desempleo es un factor de riesgo para el
suicidio. Multitud de ciudadanos anónimos ante la falta de
futuro han decidido quitarse la vida. Algo que debiera hacer
reflexionar a los diversos gobiernos. También a los
ciudadanos. Indudablemente, el mundo está cambiando y eso
nos obliga a estar alerta para ajustarnos a las nuevas
circunstancias. Quizás tengamos que reinventar otro tipo de
gobernanza más efectiva. Comencemos por hacer real una mayor
conciencia ciudadana de la justicia social. Indudablemente,
ante un derecho al trabajo está el deber de un servicio
eficiente, pero también el de un salario digno. Por eso,
pienso que hemos de interpelarnos sobre la mejor manera de
gestionar un mundo globalizado; pero, en este orbe, si son
importantes los bienes públicos, también lo es inculcar en
la ciudadanía los valores, y así, frente al derecho a la
salud, está el deber de contribuir a un ambiente sano y
limpio, o frente al derecho de la educación, está la
responsabilidad de aprovechar con eficiencia este tiempo
formativo. En síntesis, como contrapartida a un derecho está
siempre presente el sentido responsable del deber. Esto hace
eco, naturalmente, a la necesidad de generar un crecimiento
más de la persona, o sea, más humano, más de todos nosotros.
Y en este sentido, el trabajo, que es un derecho y un deber
simultáneamente, juega un papel primordial en la vida del
ser humano; no en vano es el mejor revulsivo existencial que
uno puede descubrir y dar.
Ahora bien, si el desempleo es una penuria que debemos
atajar socialmente, de igual modo el empleo en precario
tiene que llevarnos a profundizar sobre sus causas y
efectos, igualmente frustrantes. Es cierto que el futuro lo
tenemos que forjar entre todos, y todos unidos, lo que exige
un espíritu de cooperación entre los países. Por desgracia,
los nuevos modelos de desarrollo ofrecen pocos incentivos
sociales para aminorar las injustas desigualdades que
campean a sus anchas por el planeta. Muchos jóvenes se
encuentran atrapados en la más absurda paradoja, se
encuentran mejor preparados que la población de mayor edad,
y, sin embargo, tienen menos acceso a ese empleo, cada vez
más escaso. Esto activa una sensación de desesperación e
injusticia de difícil reparo. Además, este inquietante
desempleo o empleo indecente, que es más de lo mismo, aparte
de generar desconfianza en las instituciones y en las
políticas, es algo destructivo, no sólo para el individuo
que lo sufre, sino también para toda la sociedad. Esta
visto, pues, que la recuperación del empleo necesitará un
fuerte apoyo económico social, sobre todo mientras se siga
impulsando el trabajo a media jornada, los contratos de hoy
para mañana, y la devaluación salarial.
La situación es clara y también es claro el mensaje: no
puede haber crecimiento sin abundante empleo decente. Hasta
ahora todo parece indicar que las políticas se han
encaminado hacia los que más tienen, dejando a la deriva a
los que tienen demasiado poco. Realmente me sorprende que se
hable tanto de crecimiento inclusivo, cuando es todo lo
contrario, o que se hable también de mejora del empleo,
cuando los abusos están a la orden del día. Algunos
gobiernos con sus políticas no sólo han convertido el empleo
en un bien escaso, sino que también hemos retrocedido en
derechos laborales a otras épocas pasadas. A todo este
injusto calvario, hay que sumarle la profunda disparidad de
ingresos, un término profundamente diferencial y que, más
pronto que tarde, será el origen de grandes conflictos.
Tiempo al tiempo. Las medidas económicas no pueden llevar a
la gente de menor poder adquisitivo al borde del abismo.
Cuidado con el estallido social, que puede actuar como
efecto contagio en un mundo global. Por consiguiente, creo
que debemos, con relativa urgencia, poner otros lenguajes
más verdaderos en los diálogos, otros horizontes con sólidas
redes de protección social, con salarios mínimos y máximos,
una mejor rendición de cuentas en el sector público y un más
atinado discurso de prioridades, entre las que debe estar el
empleo.
Francamente, un país que es incapaz de generar puestos de
trabajo no puede avanzar, puesto que es el principal vínculo
entre el sistema económico y el desarrollo social. Resulta
verdaderamente un revés que algunas políticas, en lugar de
fomentar empleos, lo destruyan. Hoy más que nunca se
necesita otorgar al empleo un lugar preferente en toda
agenda política, nacional e internacional, habida cuenta de
su carácter primordial en la integración social. No hay otra
manera de salir de la marginalidad. De ahí, la importancia
de universalizar la búsqueda de empleo a través de mercados
laborales que estén controlados, no dejando margen para la
especulación, buscando el equilibrio entre la seguridad que
se debe proporcionar a los trabajadores, que hallan en el
trabajo su principal medio de vida, y la flexibilidad que
reclama este mundo cambiante. A mi manera de ver, habrá que
diversificar la producción, para que el empleo de calidad se
avive, y no sea un bien insuficiente para los ciudadanos que
habitan en algunas partes del planeta.
En consecuencia, y a modo de conclusión, el que las fuentes
de trabajo disminuyan es todo un problema, con su secuela de
efectos negativos a nivel individual y social. Aparte de ser
una desgracia personal, que conlleva desde la falta de
realización de la persona a su propia subsistencia, es una
cuestión que nos afecta a todos socialmente, en la medida
que puede convertirse en una verdadera calamidad social. No
lo será tanto, si se logra un crecimiento más equitativo. Se
trata de una mayor distribución de lo que tenemos, pero
también de que los gobiernos traten de encontrar soluciones
innovadoras para resolver la crisis del desempleo, a través
de planes de asistencia o de formación. Sin duda, la
recuperación del empleo de calidad y sustentable tienen que
ser posible y, cuanto antes, mejor. No hay otro modo de
lograr un mínimo de bienestar para todos, que no sea velar
para que la fuerza laboral alcance al cien por cien de la
ciudadanía en edad de merecerla y desarrollarla.
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