La primera noticia que he leído
esta mañana de sábado -cuando escribo- es que las salas de
urgencias de dos emblemáticos hospitales de Madrid están
colapsadas. Debido a que hay unidades cerradas por falta de
personal. Y ello propicia que los pasillos estén abarrotados
de personas enfermas que esperan ser atendidas durante horas
interminables. Al no haber camas libres hay pacientes que
permanecen hasta cinco días esperando internamiento
apropiado.
Los hospitales carecen de material y están escasos de
equipamientos. De modo que los enfermos son trasladados en
muebles de oficina que hacen de sillas de rueda. La
masificación obliga a los sanitarios a que trabajen sin
descanso y en condiciones deprimentes. Cunde el desánimo y
la tristeza cuando un paciente se les muere en medio del
caos generalizado. Los celadores dicen que les aterra que
algunas personas no puedan morir dignamente por falta de
espacio.
Doy por acabado el relato de cuanto informan que viene
aconteciendo en hospitales madrileños, a fin de no
amargarles la existencia a ustedes. Pero enfermar en España,
según estamos viendo y oyendo, es para echarse a temblar. Lo
peor es que un tal Javier Fernández Lasquetty, Consejero de
Sanidad de la Comunidad de Madrid, dice que no pasa nada.
Que todo está en orden. Como el Consejero de Sanidad de la
Comunidad de Madrid, que lleva toda su vida papeando de la
política, los hay a porrillo. Casi todos ellos, por evitar
algo tan mal visto como es el generalizar, carecen de lacha.
Lo que está ocurriendo en España es deprimente. Son cada vez
más los españoles de todas las clases y todas las ideologías
políticas que se sienten desanimados. La extendida
corrupción causa vergüenza y desaliento. Las clases medias y
medias bajas están pasando una situación penosa y los que
menos tenían viven gracias a los comedores sociales. Hay
niños que, al paso que vamos, serán caquécticos muy pronto.
Y qué decir de los millones de parados entre cuarenta y
cincuenta años cuyas expectativas de que puedan volver a
trabajar son mínimas. En realidad, van haciéndose a la idea
de que están destinados a engrosar la lista de los excluidos
sociales. Un drama.
No es extraño, pues, que el sistema democrático, tan
imperfecto como necesario, por ser el régimen menos malo (Churchill
dixit), esté viviendo sus peores momentos. Lo que hace
posible que los políticos de los dos partidos más
importantes estén bajo sospechas y, por tanto, sin
credibilidad.
La mala leche de los ciudadanos está subiendo como la
espuma. Ayer vi cómo Felipe González, durante la
presentación de un libro en Sevilla, era increpado por un
ciudadano que le dijo palabras mayores tanto al expresidente
como a Manolo Chaves. Y no dudó en achacarles culpas por la
corrupción en Andalucía.
El clamor popular contra la corrupción es cada vez mayor
porque la gente tiene más que asumido que el Gobierno
obstaculiza las investigaciones. Y pobre del juez que se
atreva a ir más allá de lo previsto entre bastidores.
Desgraciadamente, los privilegios siguen existiendo. Y uno
sigue creyendo que el hampa no preocupa tanto a los
dirigentes de la sociedad, sea cual fuere, como lo pueden
hacer los disidentes ideológicos. El horno no está para
bollos. Pero eso se arregla, como dice un paniaguado
conocido, con mano dura. Con autoritarismo.
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