En el voluminoso libro de la
humanidad subsiste una gran lección, incapaz de borrarla
época alguna, y es que nadie hace por sí mismo nada solo.
Está visto que nos nutrimos unos de otros y, evidentemente,
ningún país es una isla, todo repercute en todos, de ahí que
necesitamos verdaderas alianzas sociales, políticas,
económicas y también humanas. La unión se precisa para
cualquier actividad, es esencial la conjunción de esfuerzos
en la vida cotidiana de cada día, y también es básico
propiciar esa búsqueda de unidad con el diálogo.
La mirada dirigida hacia el futuro, indudablemente debe
hacernos recapacitar, sobre todo, para asegurarnos de que el
espíritu democrático es el que mueve nuestros corazones en
la construcción de los Estados sociales y de derecho. Para
este objetivo asimismo precisamos una verdadera unión
política y, para ello, los ciudadanos deberán expresarse, no
sólo con la mera participación el día de las votaciones,
también desde el asociacionismo de barrio, o a través de
otros colectivos, han de avivar el entusiasmo por un
servicio social permanente, acorde con las necesidades del
lugar.
Aunque nos parezca un imposible, tenemos que establecer un
final para la sinrazón y comenzar un tiempo nuevo de más
autenticidad entre toda la familia humana. Parte de este
momento naciente esperanzador ya ha comenzado con la
eliminación de armas químicas en Siria. Han de continuar
nuevos gestos, hasta que brille un clima armónico para toda
la especie. Lo dijo Amado Nervo, en su tiempo: “Hay algo tan
necesario como el pan de cada día, y es la paz de cada día;
la paz sin la cual el mismo pan es amargo”. No es tan
difícil cultivar ese estado de armonía, a veces con una
sonrisa es suficiente para engrandecer un mundo.
Ciertamente, hemos de desterrar de nuestros caminos el gesto
de amargura que cultivamos más de lo que debemos, y pensar
que somos capaces de hacer germinar otros cultivos más
esperanzadores, venciendo las dificultades que
inevitablemente se encuentra uno a lo largo de la vida.
Desde luego, la acción del ser humano tiene que edificarse
desde el compromiso más generoso y colectivo, abriendo las
puertas a la vida y mostrando una mano tendida a los que
buscan otros horizontes, huyendo de la pobreza, de un
conflicto armado o de la degradación del medio ambiente. No
se puede permanecer insensible a su lucha por la
supervivencia. Podíamos haber sido cualquiera de nosotros.
Por desgracia, cada día son más el número de desplazados,
por necesidad o violencia, que llaman al corazón de la
humanidad. Debiera ser prioritario en todas las naciones
escucharse unos a otros. Por muy triste que sea la realidad,
tengo la convicción que ningún país puede actuar
independientemente, despreocupándose del espíritu solidario,
siendo cada vez más necesaria la urgente acción de integrar
acuerdos bilaterales o multilaterales en programas de
colaboración mundial. Téngase en cuenta que ningún ser
humano puede ser autosuficiente, algo completo por sí mismo,
somos una parte de un conjunto, y como tales hemos de
actuar, con ánimo comunitario.
Por eso es vital un cambio radical de perspectiva; ante todo
debe prevalecer el bien colectivo de toda la especie humana,
concretado en el reconocimiento de los derechos humanos, con
las exigencias éticas y jurídicas derivadas de la misma, lo
que ha de conllevar el deber de garantizar el derecho a la
asistencia humana de tantos excluidos y marginados.
Indudablemente, la familia humana ha de mirar a estos pobres
no como un problema, sino como una gran ocasión para activar
una reorientación más cooperada y cooperativista. Siguiendo
esta gramática inscrita en el corazón humano, de trabajar
unidos y de sembrar la unidad, no habrá obstáculos que se
nos resistan. Sólo cuando la moral se reduce a nada, las
fuerzas que conforman una especie se debilitan tanto, que el
desconcierto y la desorganización se sirven en bandeja.
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