En esta ciudad hay con frecuencia
épocas en que no se puede escribir sin peligro, ni siquiera
callar sin peligro. Épocas, que se reiteran, en que si uno
escribe a favor de la estúpida corriente, lo tienen por
tonto; y si escribe en contra de ella, se da de manos con la
inquisición: esta ciudad, como muchas otras, acostumbra a
que las personas destaquen a fuerza de persecuciones.
Confieso que no tengo ni zorra idea de quién fue el
periodista que se quejaba con tanta amargura, hace ya mucho
tiempo; pero el párrafo aparece entre los muchos apuntes que
están aposentados en mi ordenador y que el jueves, por la
tarde, cuando accedí a ellos, se me vino a la vista en un
santiamén.
Los periodistas –los son todos los que escriben en
periódicos. Aunque a mí jamás se me ha ocurrido atribuirme
tal oficio- hace ya mucho tiempo que perdieron el oremus.
Conque pocos quedan con valor suficiente para rebelarse
contra las imposiciones. Ya que semejante actitud es
castigada severamente. Y entiendo, cómo no, que la gente no
quiera arriesgar lo más mínimo.
Cada vez se nota más la falta de libertad con la que se
escribe sobre los políticos. El miedo que se les tiene a los
gobernantes es cada vez mayor. Y la prensa lo está pagando
con creces. Produce grima, por ejemplo, asistir a una
conferencia de prensa y observar detenidamente a los
periodistas encargados de preguntarle al baranda de turno
que la haya convocado.
Comienza la sesión y los intervinientes, que muestran un
respeto reverencial por el cargo que está en el atril
esperando, hacen varias preguntas, algunas ininteligibles,
dada la prisa acuciante que revolotea en la sala, a las que
el político no responde. Si bien accede a contarles lo que
él cree conveniente y lo hace, además, como un auténtico
filibustero de la palabra.
Dominado el escenario, el político, convencido de que los
periodistas no son capaces de salirse del guión establecido
de antemano, ni mucho menos de interrumpirle, aunque les
esté contando el cuento del alfajor, obra con entera
libertad, sin consideración a los demás, y les hace ver que
lo blanco es negro y que lo mejor es aceptar su perorata sin
rechistar. ¡Y pobre de aquel periodista que trate de poner
una pica en Flandes!
En esta ciudad, el alcalde, que lleva la tira de años
siéndolo, ha convertido sus comparecencias públicas en actos
dedicados a enaltecer su figura y a propalar sus logros. A
veces, las más, habla en lengua ladina y los informadores no
entienden ni papa de lo que dice. Pero ninguno se atreve a
levantar la mano para ponerle al tanto del asunto. Ya que
existe, muy cerca de la primera autoridad, un asesor, de
porte desaliñado, dispuesto siempre a impedir cualquier acto
de desobediencia en la sala.
Ya que hay unas normas establecidas y que han sido acatadas
por quienes acuden a la cita sabiendo que no se pueden hacer
preguntas incómodas en compensación a la oportunidad que los
periodistas tienen de ser saludados por nuestro alcalde y de
disfrutar de su verbo florido y hermoso.
Meses atrás, debido a una petición expresa, decidí yo
asistir a una conferencia de prensa de nuestro alcalde.
Expectación en la sala. Las preguntas iban surgiendo con
recelo y nerviosismo acusado. Y las respuestas de nuestro
alcalde se hacían interminables, agotadoras… Y no respondían
a lo inquirido por el personal de la pluma. Decidí
intervenir. De haberme descuidado, me habrían sacado en
volandas del lugar. Comprendo, pues, a los periodistas.
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