Llegamos a un momento en que todo
parece revestirse de magia; no en vano, el corazón es un
niño, siempre en afán de búsqueda. Nuevamente vuelve a
conmovernos la estrella con su milenaria luz, la vida misma
con su abecedario de músicas y sus variados conciertos, el
esplendor de unos hechos y la nostalgia de que nada es lo
mismo. De nuevo retorna a nosotros ese espíritu navideño,
entre la añoranza y la ilusión, lo que pudo haber sido y no
fue, o si lo fue, no lo supe meditar, o sí, que de todo hay
en la viña del mundo. En cualquier caso, siempre es buen
momento para hacer silencio y compartir con soledad nuestros
pensamientos.
Desde luego, si compartiéramos más la voz de los que no
tienen voz, la sencillez y la naturalidad de lo que soy, la
sabiduría del que no tiene estudios, pero que ha tomado
lección de la cátedra de la vida y lleva consigo el espíritu
de la sinceridad, estoy convencido que tendríamos otro
interior más feliz. Ciertamente, nos han injertado en vena
tanta hipocresía que, más que vivir, morimos rodeados de
maldades. El día que pensemos que más vale un minuto de
existencia franca, que todo un año de farsa, será el inicio
del auténtico cambio. Pienso, que ha llegado el momento de
que la humanidad no se deje eclipsar por los falsos dioses,
y profundice en el ser de las cosas, que es en el fondo lo
que necesitamos saber. Las realidades son muchas, pero la
verdad es una y única como Dios.
Evidentemente, sí Dios no fuese verdad, no vale la pena que
exista. Necesitamos la verdad para crecer como humanos. Una
mística de hondura, como Santa Teresa de Jesús, lo dejó bien
claro: “Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”.
Es esa verdad la que prueba mi existencia y la de cada uno
de nosotros. Una verdad y una vida que nos pertenece a todos
por igual, sea creyente o no lo sea. En su tiempo, se
quejaba el escritor Saramago de que había personas que le
negaban el derecho de hablar de Dios, porque no creía. Y él
decía que tenía todo el derecho del mundo a hacerlo. Claro
que sí. Quería hablar de Dios porque es un problema que nos
afecta a todos. Así es, es nuestro Creador, y como tal no es
propiedad de nadie, y mucho menos del yo encerrado en sí
mismo. Indudablemente, tenemos que caminar hacia el
descubrimiento de Dios. Este es el itinerario, que no es
otro que el amor hacia toda la humanidad. Ahí está el
naciente horizonte de vida, esperando esa orientación
decisiva de encuentro, no con el poder, ni con la fama, sino
con la autenticidad de la donación de sí mismo.
No es fácil este mundo en el que tantas veces se relaciona
el nombre de Dios con la venganza, o incluso con la
violencia y el odio, pero para eso somos sujetos pensantes,
para poder discernir los caminos. El mismo término amor, lo
hemos mediatizado hasta el extremo de volverlo una voz
interesada. Quizás, por ello, nos inquiete aún mucho más que
Dios se haya hecho niño en este orbe de bárbaros. Además, si
Dios, que lo es todo, se volvió insignificante, ¿por qué lo
hizo?. Esta es la pregunta que debe interrogarnos. Sin duda,
para que podamos sentir el sentimiento de amor más pleno,
nos atrevamos a amar la inocencia, indaguemos en la pureza,
y volvamos a ser la poesía que acompaña y estremece al pulso
de la vida. Cada alma es como un verso que busca unos ojos
con los que dialogar. Creo que tenemos que volver a ser
amantes de la belleza, para entender este tiempo de luz,
propicio para transformarnos por dentro, para abrirnos al
mundo y dejar que el mundo nos hable, para escuchar y para
dejarnos sorprender. En ocasiones, andamos tan entusiasmados
con nosotros mismos, tan esclavos por las cosas tangibles,
que no encontramos momento para guardar sosiego y
escucharnos, y mucho menos para atender a los que nadie
quiere oír.
Hoy tampoco tenemos posada para multitud de personas que
llaman a nuestro puerta. No tenemos espacio para ellos. Sin
embargo, celebramos la Navidad como si ellos, los
abandonados de este mundo, no existiesen. Somos así de
necios y de prepotentes. No les hacemos participes de
nuestra alegría. Quizás no la llevemos consigo, puesto que
hemos hecho del Niño Dios, una propiedad para nuestro
antojo. Le hemos despojado de ese amor verdadero y
universal. Nos servimos de ese Niño para nuestro
divertimento más egoísta. Nada tiene que ver con el pasaje
evangélico, de que en la noche santa, Dios mismo se ha hecho
hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño
nacido aquí es “Emmanuel”, Dios con nosotros. Lo hemos
desvirtuado todo. De lo contrario, no se entiende que la
pura bondad de un niño nos deja indiferentes. Esta frialdad
no se corresponde con el gran gozo de los pastores, al que
el ángel se había referido, entrando tan hondo en su corazón
que les daba alas. Nuestras prisas son muy distintas a la de
los pastores que se apresuraron por llegar a Belén, hoy las
cosas de Dios pueden esperar, no así nuestras cosas mundanas
por las que perdemos si es preciso nuestra propia identidad.
Pero volvamos al niño, que en estas fiestas contemplamos en
el pesebre, es un recién nacido que puso su morada entre
nosotros, es el hijo predilecto de Dios que va a vivir entre
nosotros, sin poderío ni grandiosidades, viene como un ser
indefenso y necesitado de nuestras caricias. Pide nuestro
cariño, llama nuestra atención, precisa nuestra ayuda. No
quiere de nosotros más que nuestro amor desinteresado.
Deberíamos, pues, hacer un mundo más apropiado para los
niños. Por desgracia, aún no estamos decididos a respetar su
dignidad, ni a asegurarles un bienestar para todos. No
podemos celebrar la Navidad, con el espíritu de gozo que
conlleva, mientras la pobreza y la falta de acceso a los
servicios sociales básicos, facilite que millones de niños
se mueran. Nos alegra que las necesidades de los niños
dominen el trabajo del sistema de las Naciones Unidas, pero
nos preocupa que aún no se priorice la protección de los
menores de la violencia, que ciertos grupos armados les
recluten, que se comercialice con ellos para todo tipo de
inhumanidades en definitiva.
Por tanto, ¡dejemos que la Navidad nos interpele en nuestro
corazón, en nuestra mente! Si en verdad queremos
convertirnos la especie en una familia, hemos de
reconocernos en la persona que nos necesita, en los que
sufren por las miserias humanas, en los desamparados y
desprotegidos, en los más débiles y necesitados de cariño.
Sólo así viviremos el acontecimiento de la Noche Santa con
la paz que Dios ama.
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