El sorteo extraordinario de
“Navidad”, por el sistema tradicional, de la Lotería
Nacional, nos deparas algunas situaciones y hechos que
podemos catalogar como anecdóticos o, en su caso, como algo
que inunda de alegrías dado el bienestar que se produce en
las familias donde caiga el “gordo”. Antes, cuando no
existían los grandes premios del bono loto, los euromillones,
la primitiva, etc., el “gordo” de Navidad suponía la
liberación económica total de la familia y, por
consiguiente, se hacían conjeturas o suposiciones
proponiéndose cábalas sobre el destino que se daría a la
ingente cantidad de dinero con que se contaría en el
supuesto de que el primer premio de la Lotería de Navidad
tocara en casa de una familia de pocos recursos.
Y en esas estamos cuando oímos cierta conversación entre dos
amigos en que el uno dice al otro:
“Si me tocara el “gordo” de Navidad me compraría un Cadillac
muy llamativo de esos que portan alerones traseros, de color
blanco y rojo, descapotable. Contrataría a un conductor con
uniforme y gorra y a un “secretario” que me acompañara en el
asiento trasero. Entre el “secretario” y yo pondríamos un
cubo lleno de excrementos y una escobilla de esas que se
emplean para pintar las paredes y así, desde la plaza de
África hasta la de Intendencia, iría saludando a cuantos
conocidos o personas no conocidas me saludaran. De vez en
cuando, ordenaría al “secretario” que con la especie de
hisopo preparado al efecto, mojándolo previamente en el cubo
de excrementos colmara de esas materias residuales que se
arrojan del cuerpo humano a aquellos que él señalara, o sea,
a ciertos personajes que tuvieron alguna incidencia negativa
en su niñez, juventud e, incluso, en su ya senectud, como al
director del banco que le negó un crédito cuando como
empresario autónomo de construcción no le iba bien en sus
resultados económicos. O a aquél casero que le denunció por
impago de una mensualidad en el alquiler de su vivienda. O
al militar que le había largado un par de hostias por error
en un mal movimiento de la instrucción en sus tiempos de
soldado. También mandaría rociar de mierda al médico que se
negó a ir a su casa cuando su estado febril le impedía
asistir al consultorio. Al que fue concejal negándole la
adjudicación de algunas obras para dárselas a uno de sus
paniaguados. Al comerciante que le negó la adquisición a
plazos de diverso vestuario. Al taxista que cierto día,
ligerito de copas, a pesar del frio y de la lluvia que caía,
se negó a recogerlo para llevarlo a casa. Al maestro que le
daba reglazos en la palma de la mano por no saberse los ríos
de la vertiente cantábrica.. Al entrenador del que fue su
equipo de fútbol por relegarlo a la suplencia en beneficio
de su cuñado. Al cabrón que le decía ser amigo y luego le
quitó la novia. Al juez que condenó a su padre a 20 años de
trabajos forzados por dar un mitin defendiendo la legalidad
republicana. O sea, a aquellos que iría encontrando en su
camino y de los que recordaba malas acciones o “putadas”
que, a pesar de los años transcurridos, no había olvidado.
Concluyendo: nuestro personaje no dejó, como vulgarmente se
dice, títeres con cabeza, condenado a su modo a todos
aquellos que él consideraba desalmados, crueles e inhumanos,
ya fueran miembros de la banca, constructores, militares, de
la sanidad, de la política, de la enseñanza, de la justicia,
o del deporte, etc. (¿Cuánto de parentesco tiene todo ello
con la triste realidad de lo que acontece actualmente en
nuestra nación?).
Por último -eso no lo contaba nuestro protagonista- nos
consta que haría enviar bolsas de pasteles, turrones,
polvorones y bebidas refrescantes, a todos los centros de
acogida, asilos, guarderías y fundaciones de la ciudad y, de
camino a casa, recogería a cuantos desvalidos se encontrara
a quienes invitaría a cenar para celebrar la Navidad.
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