Es evidente que el mal existe,
pero también el bien, como el fuego vive, pero no sin frotar
cuerpos, o el mismo día sin la noche. Todo tiene su punto y
su espacio, su expresión y su silencio, su explosión y
también su caída. Por lo pronto, no hay que acomodarse o
dejarse vencer por la primacía de una economía devoradora de
la política o por una política corrompida, devastadora del
estado social. Tenemos que saber discernir lo que nos
conviene, utilizar bien los sentidos, mirar y saber ver más
allá de las pasiones de otro tiempo, trabajar por gestionar
menos burocráticamente una cultura al servicio del ser
humano. Nada hay más importante que la persona. Esta es la
premisa que debemos tener clara. Lo subrayo como principio
de actuación. Cuesta entender, por consiguiente, que para
una buena parte de los intelectuales de hoy en día, su
principal preocupación sea conseguir dinero, y no
reivindiquen la justicia social o la libertad de creación
para la manifestación de sus ideas, ni inventen cosas nuevas
para avivar el entusiasmo por la belleza, que como decía
Platón es el esplendor de la verdad.
Naturalmente, los nuevos tiempos, tal y como se vienen
concibiendo, imponen desigualdades, sobre todo aumentando la
injusticia de castigar más al que menos tiene. Para ello, se
genera una incertidumbre que descapitaliza al más débil,
como si fuera el responsable de todos los males actuales. La
falsedad, que por otra parte es tan antigua como el árbol
del paraíso, nos gobierna a jornada completa. No descansa. Y
está en red. Tampoco la verdad mal intencionada, que es la
peor falsedad, nos deja libres de sus zarpazos. Te la puedes
encontrar de manera virtual en cada amanecer. Al final uno
ya no sabe si necesita trabajar para vivir, o si necesita
maldecirse para engrandecerse. En el mundo de la
contradicción todo es posible, que las nuevas generaciones
vivan peor que las pasadas, que el mercado despedace el
imperio de la ley, o que los ciudadanos se conviertan en
marionetas de unos gestores sin identidad, pero que están
ahí, moviendo los hilos de la subsistencia a su antojo.
Hoy todo esto parece una película de terror. Porque el
mercado es el que instruye, el que adiestra, el que guía y
orienta, el que castiga e increpa, el que corrige y
escarmienta, el que domina y triunfa, el que sugestiona y
mangonea. Ante este tipo de tropelías inhumanas, es menester
poner orden con la construcción de nuevas instituciones con
vocación planetaria. No se puede jugar de esta manera con
las personas. Lo que debemos es producir más ilusión con el
futuro, tener más sintonía con los que gritan, congelar
cualquier exclusión, e indagar hacia otras opciones más
solidarias. Sí hay alternativas, pero primero hay que
desenmascarar y oponerse a lenguajes necios, porque la
necedad es la madre de todos los trastornos. Cuidado con la
multitud de parlanchines empeñados en demostrar que tienen
talento para seguir a la sombra del poder. Mucha atención
también a ver los vicios ajenos y olvidar los propios. Los
desastres de esta falta de conciencia ya los sufrimos, a
través de las tormentosas relaciones de unos para con otros,
puesto que a veces tenemos problemas internos muy grandes
que, la misma gente que nos circunda, no entiende.
El mundo de las contrariedades y de las contradicciones
vuela sobre cada uno de nosotros, con influencias diversas,
casi siempre crecidas de maldad, de juramentos en falso, que
nos conducen a comportamientos absurdos, a divisiones que
debemos sanar cuanto antes. Tenemos que ir al rescate de
cada uno. Los ciudadanos no pueden convertirse en enemigos
de sí mismos. Llevamos siglos elaborando maldades que nos
destruyen y nos hunden como especie. Tenemos que decir
basta. No es algo sobrehumano, es cuestión de activar la
moralidad como aliento y la verdad como sustento. El
bienestar y la esperanza de los pueblos no podrá llegar de
la mano de la esclavitud, de la inseguridad, lo sabemos,
pero hacemos bien poco por cambiar. Es hora de que los
agentes de gobernanza, medien, concilien y reconcilien vidas
perdidas, vidas arrebatadas, vidas comercializadas, vidas
aplastadas en definitiva.
Son muchos los seres humanos que no han conocido otra vida,
más que la del sufrimiento, aunque vivan en lugares de paz.
Sabemos que los desposeídos y los desnutridos han aumentado
en los últimos tiempos, viven con la promesa de una nueva
vida, y esperan de nosotros que ejerzamos como personas, no
como bárbaros. Ciertamente, no necesitaríamos levantar
tantas vallas, como la que separa Melilla de Marruecos, si
en verdad borrásemos la cultura discriminatoria que nos
invade. Todos los seres merecen vivir, no pueden ser
descartados porque son semejantes a nosotros, merecen una
oportunidad, una única oportunidad, pero la merecen, y
máxime cuando son víctimas de sistemas injustos y
excluyentes. Para ello, se necesita menos caridad y más
justicia social, menos palabras y más compromiso social,
menos limosnas y más inversión para los pobres.
Acaso puedo sentirme bien, permanecer indiferente, decir que
soy libre, viendo (o conviviendo) con personas encadenadas a
la pobreza más extrema, al comercio más denigrante. ¿Es qué
no las vemos? ¿O es qué no las queremos ver? El enfoque de
la mano tendida en la lucha contra la pobreza ha de
distinguirse por avivar las políticas de empleo, para que
cualquier ciudadano pueda desarrollar su propia vida acorde
con sus aspiraciones. Estoy convencido que el problema de
las tremendas desigualdades será el nuevo cáncer de la
civilización moderna. Algo que renace de un injerto de
maldades activadas por sistemas corruptos, e insensibles con
el desempleo o el empleo en precario que no proporciona un
nivel de vida digna. Indudablemente, tenemos que proyectar
nuevos caminos donde se impulse el control de los mercados
financieros, donde prevalezca la ética sobre la economía y
el bien social sobre la ideología de la tecnocracia.
A mi juicio, tenemos un capitalismo gestor sin escrúpulos,
que viene ejerciendo un poder como jamás, que ha hecho de la
burocracia el mayor negocio, puesto que lo lleva todo a su
beneficio, haciéndolo además como auténtico depredador de
existencias. Desde luego, las políticas monetarias y
financieras no pueden seguir dañando a los más débiles. Los
responsables políticos, sin duda, tienen que ocuparse mucho
más por ese bien colectivo y la cuestión económica debe
subordinarse a ese objetivo con criterios éticos. Pongamos
impuestos solidarios, medidas de transparencia en las
instituciones políticas y financieras, y establezcamos unas
actividades financieras supeditadas a la creación de un
bienestar global, que todos merecemos por el hecho de ser
personas. Hagamos algo por la humanidad que no sea una mera
dádiva. Vayamos a la raíz del problema, que no es otro, que
unos pocos se quedan con lo que es de todos.
|