En “¿Somos racistas? Valores
solidarios y racismo latente”, Esteve Espelt afirma que
“existe una ideología hegemónica cuando las ideas de un
grupo dominante ejercen una influencia predominante en el
medio cultural y las instituciones sociales. Estas ideas
hegemónicas explican la realidad social de forma que
permiten defender y justificar las desigualdades existentes.
El grupo dominante articula un conjunto de ideas para
persuadir a los demás y a sí mismos de que su estatus
privilegiado responde al bien y a los intereses de la
sociedad”. Aunque el libro citado trata sobre los prejuicios
raciales y la evolución del racismo, el extracto que he
seleccionado puede extrapolarse a diversos ámbitos del
pensamiento social. Básicamente, Espelt da la razón a Marx y
Gramsci y nos dice que la ideología dominante es la
ideología de la clase dominante.
La mayoría de gente racista no sabe que es racista, igual
que mucha gente de derechas no sabe que es de derechas. El
que dice que “no es de izquierdas ni de derechas” es de
derechas, pues está asimilando, aun sin saberlo, el
predicamento de la clase dominante. Si bien el prejuicio
racial moderno lleva al racista a discriminar a las minorías
basándose en la defensa de la dignidad propia (los
inmigrantes tienen privilegios, pretenden destruir nuestra
cultura, nos invaden, etc.) y no en la beligerancia hacia la
dignidad del “otro” (son tontos, son inferiores, son
animales...) la ideología conservadora dominante ha creado
también un sentimiento antisindical y antiobrero moderno, un
sentimiento, al igual que el racista, sutil y renovado,
adaptado para ser aceptado en una sociedad que defiende,
oficialmente, valores como la igualdad o los derechos
sociales.
El antiobrero de derechas (u obrero antiobrero de derechas)
moderno no acude a ninguna manifestación, no hace huelga,
critica las subvenciones a los sindicatos y tacha de vagos a
los liberados sindicales. Su excusa para ser un esquirol y
perjudicar con su comportamiento a toda la clase trabajadora
consiste en la asunción de que los sindicatos son un nido de
enchufismo y corrupción. Piensa que actúa como un
librepensador, como alguien que no se deja engatusar por
“esas sucias organizaciones burocratizadas y chupópteras”,
cuando es todo lo contrario: es rehén de una ideología que
va contra sus intereses. Igual que el prejuicio racial lleva
al racista a ver sólo (gracias al lenguaje usado por los
medios) los actos de delincuencia protagonizados por
inmigrantes sin valorar jamás los aspectos positivos de la
inmigración, el antiobrero aborregado jamás piensa en las
ventajas que obtiene gracias a la lucha sindical. Ataca a
los sindicatos y no colabora con ellos, pero se beneficia de
los convenios conseguidos y los juicios ganados, entre otras
cosas. Interioriza todos los mensajes antisindicales que
hablan de mariscadas y jamones y reprocha con saña los
comportamientos censurables, demostrados o no, de los
sindicatos, pero en cambio, jamás habla de las ventajas y la
cara dura de los patronos. El antiobrero dice que el
funcionario es flojo y cobra mucho, que el profesor disfruta
de muchas vacaciones, que el minero es un privilegiado y que
el currela que trabaja en condiciones paupérrimas se lo
merece por no estudiar. Sin embargo, no habla de las
subvenciones de la CEOE, dice que el gran empresario crea
riqueza, que hay que bajar los impuestos, que todos los
políticos son iguales y que las medidas del Gobierno, aunque
duras, son necesarias porque “hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades”. Dice que no está en contra de los
sindicatos, sino de estos sindicatos. Sea por el motivo que
sea, lo cierto es que su comportamiento tiene siempre el
mismo resultado: trabajadores perjudicados. A diferencia de
los racistas, no perjudica a los “otros”, sino a sí mismo y
a sus compañeros. La cosa es jodida.
La crítica es fundamental y no seré yo quien defienda a
ultranza a CCOO y UGT, pero lo cierto es que, a día de hoy,
la labor de estas organizaciones sigue siendo indispensable.
Son los sindicatos que tenemos, los que hay. Son los que
tienen el poder para defender los derechos de los
trabajadores y negociar. En política, el factor clave es el
poder, la correlación de fuerzas. A mí me gustaría que los
dos sindicatos mayoritarios fuesen mucho más combativos, que
tomaran nota de otras organizaciones como el SAT o la CGT
(curiosamente, los que critican la blandura de CCOO y UGT,
también condenan la dureza de aquellos), pero no por eso voy
a dejar de asistir a las manifestaciones, porque las
manifestaciones, las convoque quien las convoque, no son por
los sindicatos, sino por los trabajadores y contra los
recortes de los derechos de todos.
Rajar de los sindicatos puede estar bien, siempre y cuando
aportes algo. Si criticas a los que se mueven porque lo
están haciendo mal pero te quedas en el sofá y no aportas
modelos nuevos tan sólo eres un palo en la rueda. Como dijo
José Martí: “si no luchas, al menos ten la decencia de
respetar a quienes sí lo hacen”. ¿Nuestros sindicatos
mayoritarios se han aburguesado y son un apéndice del poder?
De acuerdo, haz algo por regenerarlos o funda una nuevo,
pero no te excuses en eso para no hacer nada.
Aquel al que le puede más su antipatía por CCOO y UGT que su
rechazo a las políticas antisociales del Gobierno queda
retratado como lo que es: un esquirol, un antiobrero y el
ciudadano perfecto para la clase dominante. Es el “tío Tom”
contemporáneo de la clase trabajadora.
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