Algunas veces pienso que la
ilusión europeísta se ha desinflado, y lo que es peor,
también se mundializa por todos los continentes la
desesperanza ante el aluvión de adversidades. En cualquier
caso, nada hay más admirable y heroico que revivir con cada
golpe, puesto que mientras vivimos, es inevitable la lucha
por el cambio, el encuentro con el ciudadano y las diversas
culturas, la esperanza y los deseos de hacer un mundo más
habitable. El huracán de los desencuentros, en parte
propiciados por los temas financieros, es la más dolorosa
epidemia de los últimos tiempos. Nadie conoce a nadie y
nadie se reconoce con nadie. Nos hemos deteriorado tanto,
con la proliferación de la mentira permanente, con el
diálogo interesado y egoísta, que hemos traspasado todas las
líneas rojas. Es evidente, que la situación actual del mundo
es bastante desconcertante, lo que nos invita a toda la
ciudadanía a hacer una reflexión al respecto. El ser humano
como tal, tiene que tomar conciencia de la unidad, y debe
conectar con cada cultura, debe ser capaz de ir de la mano
unos con otros, para dar respuesta a las complicadas
incertidumbres del planeta. No olvidemos, que la utopía,
suele ser el principio de todo avance y el esbozo de un
porvenir mejorado.
Me parece muy grave que Europa se haya abandonado (espero
que no tanto) y se deje dominar por un sentimiento de
soledad, de divisiones y de pérdidas de solidaridad con el
espíritu ciudadano. Naturalmente, estos desencuentros
conducen a la caída de tantos sueños trazados. Necesitamos,
con urgencia, reponernos y levantar cabeza. De lo contrario,
como ningún ser humano puede vivir sin perspectivas de
futuro, todo se vendrá a la deriva y los desencuentros
acrecentarán nuevas formas de agresión y violencia. Los
tratados internacionales han de tomar el impulso necesario,
para digerir este momento de desesperación que inunda a una
buena parte de la población mundial, e incorporar en lo
posible otros aires más esperanzadores. Creo que es muy
penoso que el 60% de los europeos desconfíen de la Unión
Europea. La desconfianza siempre es algo que nos inquieta,
por lo que el silencio de los que tienen la llave del cambio
también me ofende. Hasta no hace mucho, el mundo se miraba
en Europa, y veía en él un horizonte de confianza y
seguridad. Bajo este recelo, sí así es, todo se debilita.
Por lo tanto, lo que comenzó como una unión meramente
económica, debe evolucionar hacia un encuentro. Únicamente,
de este modo, se puede propiciar estabilidad y prosperidad
para todos los moradores.
Desde luego, no es posible la marcha atrás europeísta, no se
puede (ni tampoco se debe) desmontar el camino emprendido.
Sería algo catastrófico. A mi juicio, lo que procede, para
salvar sobre todo decepciones, son liderazgos fuertes,
capaces de volver a ilusionar a la gente, con discursos
convincentes, por su realización. Sólo así se puede volver a
encandilar al mundo. Actualmente nadie se fía de nadie. Bajo
estas mimbres va a ser complicado recuperar el entusiasmo de
otro tiempo. Ciertamente, es muy fuerte el eurodesencanto
para construir nada. Cuando uno se sume en la destrucción
todo se convierte en burla. Con este panorama resulta muy
difícil entablar un serio diálogo, y es desde el diálogo, la
manera de dar luz a una comunidad de pueblos e individuos,
máxime cuando todo se supedita al capricho de las leyes del
mercado, obviando la dignidad del ciudadano. Esto requiere,
trabajar de otra manera, sobre todo más integradora, para
que ninguno sea discriminado y toda la ciudadanía pueda
sentirse obrera de uno mismo, de una gran familia y así
poder vivir responsablemente.
Precisamente, los desencuentros nacen de la falta de
respuestas a las expectativas trazadas. En un principio, la
Unión Europea se ganó por sí mismo el entusiasmo por su afán
expansivo y conciliador. Ahora toca enderezar la labor de
las instituciones y hacer reformas por aumentar la
transparencia y hacerlas más democráticas. La ciudadanía
tiene que contar cada vez con más canales para participar en
el proceso político. Valores como la solidaridad, el
compromiso por los otros, la responsabilidad con los que
sufren y con los pobres, aún no tienen una fuerte motivación
en el planeta. Sin embargo, en medio de este desencanto,
tampoco deja de subsistir un deseo del bien, una necesidad
de realizarse como persona. Ello refleja, la insatisfacción
causada por el desgobierno, por la pérdida de sentido de los
valores morales, la falta de colaboración y de cooperación
ante realidades francamente trágicas. Indudablemente, está
claro que el bienestar ciudadano no sólo depende de la
economía. Es por esto que hay que actuar hacia relaciones
mucho más profundas, que se basen en valores comunes e
intereses compartidos de amplio alcance.
Ahora bien, debemos ser conscientes, que este desencanto
europeísta no beneficia a nadie, la interdependencia se ha
globalizado. Verdaderamente, tiene que ser prioritario
corregir los desequilibrios económicos y buscar espacios que
estimulen las ideas y el fortalecimiento de vínculos entre
todos los pueblos del mundo. Tenemos que avivar nuevas
oportunidades, pero no a cualquier precio, la cooperación
tiene que ser auténtica. El aguijón de la desilusión nos ha
dejado herida cualquier esperanza. La sombra del tedio y de
la sin razón, del absurdo o del engaño, de la fractura
ideológica y de la contrariedad anímica, nos ha injertado
sus imborrables huellas en muchas vidas ciudadanas. Por eso,
es fundamental pasar de las ideas a las acciones, salir del
estancamiento y del déficit democrático, cooperar y
colaborar para que el consenso entre los Estados miembros
sea posible, dotar de recursos para poder desarrollar
políticas de cohesión y de crecimiento conjunto. Casi nada.
En cualquier caso, si queremos hacer progresar al mundo en
la concordia y en la justicia habrá que mundializar los
encuentros, y este lento proceso de maduración de Europa,
puede ser un buen referente, sobre todo si vuelve a germinar
un continente unido tras sobreponerse de la controversias
surgidas. Al fin y al cabo, la referencia de unidad tiene
que ser el resultado de un estilo determinado de vivir
juntos en sociedad, lo que hace falta es conseguirlo. De ahí
la importancia de la ejemplarizante labor institucional,
para que germine una solidaridad genuina, que por supuesto
no nazca de un querer quedar bien, sino de la hondura, de la
determinación firme y perseverante de empeñarnos por el bien
colectivo; es decir, por el bien de todos y de cada uno,
para que todos seamos realmente garantes de todos. Sin duda,
no hay mayor progreso que el ser humano razonable, y para
ello, hay que pensar en grande y mirar lejos. Dicho queda.
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