Me desespera este mundo que
alumbra injusticias en lugar de irradiar justicia, que
injerta sufrimiento a inocentes en vez de tender la mano y
consolar, que activa el cinismo del poder en nombre de una
moral seductora que nos despoja de libertad. Al final sucede
que no sabemos ni quiénes somos, ni hacia dónde vamos, ni
cómo podemos relacionarnos unos con otros. Es evidente que
tenemos que abrir nuevas vías de comunicación en un mundo
global. Pensar de otra manera. Vivir de otra manera. Ser de
otra manera, en definitiva. En efecto, necesitamos
profundizar sobre las realidades contemporáneas y ver el
modo de establecer verdaderos diálogos ante la dinámica de
nuevos horizontes, y también de nuevas miserias que están
ahí, esperando respuestas convincentes. Lo decía el
inolvidable Ramón y Cajal, razonar y convencer, ¡qué
difícil, largo y trabajoso! En cambio, sugestionar, ¡qué
fácil, rápido y barato!. Por eso, es muy importante
despojarse de esos lenguajes falsos, que lo único que causan
son desorientaciones, y que no merecen formar parte del
tesoro lingüístico de un ser humano cabal.
Pienso, por consiguiente, que tenemos que retomar el
ejercicio del pensamiento crítico, tan unido a la libertad
de expresión, para hacer valer la ideas y defender con
valentía la verdad, para poder aplicarla al contexto que nos
rodea. Por desgracia, todo parece falsificarse, prostituirse
a las ideologías dominantes, subyugarse al capricho de los
mercados, desnaturalizarse y desvirtuarse de los principios
humanos. Aún no somos conscientes de que la humanidad se
engrandece sobre el fundamento de la justicia. Que la
libertad de pensamiento es algo innegociable. Son demasiadas
las cadenas actuales que nos circundan, poniendo en
entredicho la carta de ciudadanía de derechos y deberes, son
excesivos los adoctrinamientos que nos denigran y degradan,
son monstruosas las cifras de esclavos (hasta los hay que lo
son de sí mismo), son colosales también las dominaciones
absurdas. Las contradicciones de algunos poderes ponen de
manifiesto la necesidad de que intervenga la ciudadanía. No
se puede admitir el fomento de un interés de parte que
suplanta al bien común, destruyendo al que se opone a sus
consignas, arruinando a los más débiles, haciendo prevalecer
el principio del sometimiento sobre el del raciocinio.
Ante estas bochornosas situaciones, urge una evolución del
mundo. No podemos seguir alimentando nacientes odios que
exalten la violencia en cada esquina. Masas enormes de seres
humanos son obligados a huir de sus tierras. Otros son
forzados a tomar las armas. Una carrera desenfrenada de
absurdos desprecia a las personas, no las considera como
tales. Vivimos en un orbe de adversidades y adversarios.
Realmente no entiendo esta fiera rivalidad, tan enfermiza
como destructora. Deberíamos considerar todas estas
irracionales vivencias convenidas o que nos asaltan. La
irracionalidad nos vuelve al estado de la idiotez. Cuando
todo debe girar alrededor del ser humano, resulta que no es
así, y nos quedamos tan a gusto. Desde luego, no es la
salida cruzarse de brazos. Hemos de implantar estilos de
vida que nos lleven a un crecimiento común. Lo indispensable
para vivir ha de convertirse en asunto prioritario de
humanidad.
Indudablemente, esa transformación pasa por desarrollar un
ambiente humano, respetuoso con la diversidad cultural, que
debe ser consciente de sus deberes y de su cometido, por
salvaguardar las condiciones mínimas de vida. Hay que poner
punto final a tanto desastre. Ahí está la catástrofe de
tantas destrucciones de existencias humanas que se podían
haber salvado. Por ser algo reciente, la catástrofe de
Filipinas es la muestra de los efectos del calentamiento
global. Tanto uno como otro, el suicidio entre seres humanos
o el suicidio ecológico, es fruto de modelos inhumanos que
no pueden seguir adiestrando. Sin duda, no hay más tiempo
que perder, aunque parezca extraño, hacen falta ideas
revolucionarias y acciones revolucionarias, que propicien
ese cambio hacia sociedades más armónicas y solidarias, más
justas y pensantes. Todo es resultado de un esfuerzo que va
más allá de la mera producción, o del mero consumo para
vivir, porque entonces se pierde la necesaria relación con
el semejante que, al fin, termina por venderse.
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