Creo que hasta el mismísimo
Nicolás Maquiavelo me daría la razón si afirmo que, en
política, lograr que la población vea a tu oponente como la
quintaesencia del mal es infinitamente más eficiente que
cualquier mitin. Para lograrlo, existe un mantra repetido
hasta la saciedad por la derecha reaccionaria y la progresía
domesticada y adaptada al pensamiento único: “los extremos
se tocan”. Con esta afirmación tan popular se pretende,
primero, tachar de “extrema” a la izquierda, y segundo,
equipararla al fascismo y la ultraderecha. En la tarea de
evitar que el ciudadano común abra los ojos y descubra que
es posible trabajar por el pleno empleo y por políticas que
protejan los servicios públicos y garanticen los derechos
sociales básicos para la dignidad humana, la reacción
siempre acude a lo mismo: “¡vete a Cuba!”, “¡Stalin!”,
“¡violentos!”, “¡demagogia!” y, por supuesto, “¡los extremos
se tocan!”. Por no mencionar a ETA. Todo es ETA, desde Ada
Colau y la PAH, pasando por la Plataforma Nunca Máis, Pablo
Iglesias y la gente de La Tuerka, los indignados, los que
apoyamos la sentencia de Estrasburgo, Pilar Bardem y Willy
Toledo, hasta llegar a David Fernández (CUP) y su chancleta.
Lo más gracioso de todo es que el pensamiento conservador no
acude al miedo al comunismo o a ETA ante discursos
comunistas,socialistas o independentistas, sino que necesita
hacerlo ante el simple sentido común predominante. Se ha
llegado a un punto en el que por defender los servicios
públicos te dicen que te vayas a Cuba. Nos encontramos ante
una nueva caza de brujas con ecos de Guerra Fría. Exigir el
cumplimiento de los derechos conquistados es ser un radical,
un subversivo.
Decir que los extremos se tocan equivale a afirmar que un
marxista es lo mismo que un fascista, barbaridad muy
socorrida, pero profundamente vacua y estúpida. El marxismo,
aparte de una teoría económica, es una filosofía y, sobre
todo, un instrumento de estudio de la realidad y la
historia. Persigue la colectivización de los medios de
producción y la igualdad plena entre seres humanos, en
oposición al racismo, la xenofobia, el machismo, el
imperialismo o cualquier otra forma de dominación y
explotación de una persona sobre otra. Es interpretable y en
su nombre se han cometido atrocidades a lo largo de la
historia, pero eso no desvirtúa por un momento su validez
como método de análisis ni como proyecto de sociedad futura.
De hecho, muchos conservadores se apoyan en los
descubrimientos irrebatibles y las aportaciones teóricas y
científicas de Karl Marx para dotarse de herramientas a la
hora de estudiar el funcionamiento del capitalismo. Toda
ideología tiene muertos a sus espaldas. ¿Acaso tendría
sentido exigirle a un católico o un musulmán dejar de serlo
por las matanzas llevadas a cabo en nombre de sus
dioses?¿debemos dejar de ser demócratas por las muertes de
la Revolución Francesa? Evidentemente, no.
La derecha siempre habla de los crímenes del estalinismo,
pero nunca menciona, por ejemplo, a Salvador Allende,
presidente marxista democráticamente elegido por su pueblo y
derrocado por EEUU mediante un Golpe de Estado. Tampoco dice
nada de la conexión directa entre la acumulación de capital
de unos cientos y la pobreza extrema de millones. Habla de
gulags, pero no de todos los derechos que hoy disfrutamos
gracias al movimiento obrero de corte mayoritariamente
comunista. No tendríamos jornada laboral de ocho horas si no
fuera por los mártires anarquistas de Chicago. El derecho a
voto de los trabajadores y las mujeres fue también
conseguido con sangre obrera, ya que, en un principio, el
voto era sólo privilegio de los propietarios. No habría
vacaciones pagadas, ni Sanidad Pública, ni Educación
Pública, ni bajas por maternidad, ni pensiones, de no ser
por la labor de los sindicatos de clase y la lucha de los de
abajo. En España, si hubo un colectivo que luchó por la
democracia y pagó con muertos su oposición a la dictadura,
ese fue el colectivo comunista. En este país, la izquierda
puede presumir de haber estado siempre de parte de la
democracia; la derecha, no. Igualmente, fueron los
postulados de izquierda los que vencieron en la II Guerra
Mundial a una derecha que necesitó hacerse fascista para
preservar sus privilegios. Surge entonces el Estado de
bienestar como consecución de la lucha de carácter
antifascista de la clase obrera europea.
El fascismo, en contraposición al marxismo, es una ideología
que se basa, precisamente, en la superioridad de unos sobre
otros. No necesita que sean los hombres quienes perviertan
su mensaje, sino que conlleva un mensaje criminal en sí
mismo. Es un instrumento del poder, un movimiento
contrarrevolucionario que adopta el lenguaje revolucionario
para embaucar a las masas. El movimiento fascista siempre ha
surgido cuando los privilegiados han tenido miedo de los
avances sociales. La historia así lo demuestra. Es sabido
que, asustado por el triunfo de las izquierdas en las
elecciones, el empresario Juan March financió el Golpe de
Estado de 1936 que precedió a la “cruzada” franquista,
versión española del fascismo. También sabemos lo bien que
le vino Franco al clero y a los componentes de la clase
dominante durante cuarenta años, muchos de los cuales siguen
conservando su poder hoy día. Hitler llegó al gobierno
gracias a la ayuda de la banca, grandes empresas alemanas
como Volkswagen hicieron sustanciosos beneficios a costa de
la explotación de la clase trabajadora durante los oscuros
días del nazismo y muchos antiguos nazis fueron apoyados por
el bloque capitalista en la República Federal Alemana de la
posguerra. Pinochet aparece como respuesta al Gobierno
marxista de Allende y todas las dictaduras militares
impuestas por la CIA en el Cono Sur a partir de los años 60
surgen, al igual que las de África o Asia, como recurso del
poder ante el avance de las guerrillas y los movimientos
sociales que pedían participación democrática, soberanía,
pan y tierra. Aparecen como garantía de un sistema económico
que utiliza los cauces democráticos mientras le sirven, pero
que no duda en asumir otros métodos cuando lo necesita. En
todos estos casos de gobiernos fascistas aparece un
denominador común: el marxismo como principal enemigo.
El poder dispone de todos los métodos para hacer gobernable
a la población. Los medios de comunicación están en manos de
un reducido número de empresas multinacionales con objetivos
económicos determinados y tras muchos años de trabajo e
influencia del interés privado sobre el público se ha
logrado que las democracias tengan hoy menos poder de acción
que nunca. No es conspiranoia, sino una realidad basada en
pruebas y datos que, con motivo de la crisis sistémica que
vivimos, salta a la vista más que nunca. Como bien afirma la
escritora y socióloga Marta Harnecker, “las características
actuales del funcionamiento del aparato estatal restringen
enormemente las posibilidades de acción de un gobierno de
izquierda. Poco se obtiene con elegir mandatarios que
expresen la voluntad popular si ellos tienen un campo de
acción tan restringido que sólo pueden operar en el ámbito
de lo insustancial”. El margen de maniobra de un parlamento
o un Gobierno es, hoy por hoy, escaso. Las grandes
decisiones las toman órganos supranacionales no democráticos
(Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, etc.). Nos
hablan de democracia, cuando es obvio que el poder económico
ha logrado vaciar la democracia de contenido. Aún así, de
vez en cuando surgen experiencias como las de Allende en
Chile, Lumumba en El Congo, Goulart en Brasil, Mossadeq en
Irán, Arbenz en Guatemala o el proceso bolivariano en
Venezuela. Es entonces cuando el poder pone en marcha todos
sus instrumentos de desestabilización y echa mano, si es
necesario, de sus perros: los fascistas.
Lo que ocurrió con Syriza es una prueba palpable. Cuando
esta fuerza anticapitalista se presentó como opción de
gobierno en Grecia, todos los medios de comunicación
comenzaron a atacarla. Había que impedir que ganara las
elecciones, aunque eso supusiera que el partido neonazi
Amanecer Dorado subiera en las encuestas. Y es que,
contradiciendo a Fukuyama, la historia no ha llegado a su
fin, sino que se sigue repitiendo, a veces como tragedia, a
veces como farsa. Es una constatación empírica.
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