Corría el año 2006. Faltaban pocos
meses para que se produjera el fallecimiento de Elena
Sánchez en la habitación de un hotel de Madrid, cuando
acompañada por Francisco Márquez, a la sazón director
gerente de la Empresa Municipal de la Vivienda, tenía que
acudir a una reunión en el Ministerio de Fomento.
La burbuja inmobiliaria, entonces, estaba a punto de hacer
crash. Aunque todavía el negocio parecía estar floreciente.
En Ceuta, delegados y encargados de grandes empresas
constructoras solían reunirse en la cafetería del Hotel
Tryp. Y allí, mezclados con consejeros pertenecientes al
gobierno del PP, formaban corrillos y hablaban de lo divino
y lo humano.
De entre los delegados importantes de constructoras que
laboraban en la ciudad había uno que descollaba por encima
de los demás. Llevaba muchos años ejerciendo de maestro de
ceremonias, tenía don de gentes, y sabía cómo agasajar a los
recomendados por el poder político.
La persona a la que me refiero caía la mar de bien a la
primera de cambio. Era de hablar sigiloso, y muy atento a
mantener las mejores formas, así que su decir entraba tan
bien como los buenos vinos. Si bien es cierto que su mesura
producía el efecto contrario entre quienes no somos
propensos a dejarnos llevar por quien hace alardes de
moderación a granel.
Un día, sin embargo, aprovechando que yo era el único
cliente que me hallaba en la barra de la cafetería del Tryp,
no dudó en abordarme para mostrarse como era en realidad: un
conseguidor de personas que pudieran servir a su causa. Tras
los saludos de rigor, me dijo: “Los políticos cada día piden
más y más dineros para sufragar los gastos de las elecciones
y hasta para quedarse con parte de ellos…”.
Tuve la impresión de que aquel delegado de una gran empresa
constructora había salido muy cabreado de una reunión con
personal del Ayuntamiento. Se le notaba a la legua. Por más
que él, con su parsimonia, sin salirse de su habitual
templanza, sonriera, y carraspeara, antes de decirme que
había decidido dejar de pagarle un sobresueldo a un
periodista de la ciudad, cuyo nombre no mencionaré, para
dármelo a mí.
Lo miré de arriba abajo. Cómo sería mi mirada, que aquel
hombre, cuya personalidad no podía ponerse en duda, estuvo a
punto de darse el bote sin decir ni adiós. Conque durante
unos minutos, que se le debieron hacer eternos, no supo
articular palabra alguna. Y allí, haciendo morisquetas
nerviosas, se mantuvo hasta que a mí se me ocurrió sacarlo
del atolladero con recursos adecuados al momento que
estábamos viviendo.
Y fue entonces, tras recuperarse de su imprudencia, cuando
decidió ponerme al tanto de cuestiones relacionadas con las
financiaciones ilegales. Me habló de las mordidas y de las
grandes apetencias de algunos políticos cuando de trincar
dinero se trataba. Mientras yo le escuchaba con suma
atención. Si bien creo que logré no mostrar sorpresa alguna
por sus confesiones.
Poco tiempo después, me enteré de que aquel hombre me había
puesto verde. Por el mero hecho de dármelas de honrado,
según les dijo a sus conocidos. Ahora bien, cada vez que se
anuncia una gran obra en la ciudad, por parte de nuestra
primera autoridad, como es el caso de La Marina, a mí se me
viene a la memoria todo lo que me contó aquel delegado de
una gran empresa constructora y me entran las dudas: dudas,
sí, muchas dudas.
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