Sintió miedo al traspasar el
umbral de la libertad al ordeno y mando, nada más subir los
escalones de la puerta principal del centro, y encontrarse
en la helada sala de espera, para ser recibido por el
empleado de guardia de la oficina de turno. El que ante su
sorpresa, lucía una bata blanca, la que se encontraba
totalmente reventada por las asilas, al ser cuatro tallas
inferiores de la que precisaba el ‘armario empotrado’ que la
portaba, encima de un uniforme similar al de las SS alemana.
Fulano de alrededor de medio siglo a sus espaldas, mal
llevado con sus pies planos, juanetes, tripa cervecera y un
ojo vago hacia la derecha, como los huevos rotos de los
timbales de ‘Paca la culona’.
Dicha impresión motivó, desgraciadamente, que en segundos
reverdecieran las huellas de la corporación poseedora de
yugos y flechas, la que eran utilizadas indiscriminadamente
contra los pacientes situados a la otra orilla de la acera.
Sintiendo, el sufridor, ese específico miedo olvidado
después de muchos años trillando, contra el régimen interno
y externo de su cuerpo.
Sintió ese miedo cuando con nombre dos apellidos y un par de
motivaciones se plantó ante ellos, para que comenzara la
escena de la declaración de hechos; rellenándose el
formulario acorde a lo estipulado por la sombra de los dedos
del practicante.
Sintió ese miedo a pesar de que se había preparado
concienzudamente para pasar el trance. Pero fue superior a
sus fuerzas, recorriendo por todo su cuerpo un gran
escalofrío, al no existir privacidad alguna cuando se
encontraba interpretando esa escena. Porque
independientemente de que el habitáculo tenía colocadas
cámaras de seguridad y escuchas por todas partes, estaban
sus puertas abiertas de par en par, entrando y saliendo
determinados mozos con las orejas tiesas como los perros de
caza, para enterarse de lo que se traía entre manos el
órgano ejecutor.
Sintió ese miedo que creía haber superado tras muchos años,
pero lo llevaba incrustado en los pilares de sus canaletas,
con la misma intensidad, que el de los cristianos cuando los
sacaban de las mazmorras encadenados de pies y manos, para
que los leones hicieran buen deguste de sus señas de
identidad, ante el regocijo de la plebe enardecida.
Aflorando en él los animales salvajes que llevaba dentro,
por si era necesario utilizarlos en defensa propia.
¡Malditas sean los minutos en que decidió dar el paso!,
exclamó en determinados momentos del inicio del proceso;
porque se acordaba de la trompeta que tuvo que vender para
costearse las lentillas, para superar el reconocimiento
médico, tres meses antes de volar por los aires el general
de marina de tupidas cejas.
Sintió ese miedo en la década anterior de los sesenta. Años
de penumbras sociales, económicas y políticas en la Comarca
del Campo de Gibraltar. En la que pacía y en vez de
corretear a las guiris por la Costa del Sol, como hicieron
algunos conocidos suyos del barrio del ‘Poco Aceite’. Se
ganaba unas pelas los días de festejos taurinos, vendiendo
helados en la desaparecida plaza de toros La Perseverancia.
Ejerciendo también de botones en una pensión de la calle
Duque de Almodóvar, en la que, aprovechando que el río de la
Miel pasaba cerca, se tiraba a algunas descarriadas.
Sintió más miedo aún, cuando lo obligaron a firmar,
haciéndolo después el preceptor del expediente.
Demostrándole con su mala rúbrica que fue pastor mucho antes
que él, al ser un borrego con ideas obtusas, al no
reciclarse acorde con los tiempos.
Sintió ese miedo, temor y pánico después de salir de las
catacumbas camino hacia la luz. Pero más miedo sintió,
cuando acudió por segunda vez a dicho órgano, y ya fueron
cuatro ‘prendas’, los que le apuntaban con sus bisturís en
la caverna del sótano. Y sin haberse leídos ni mínimamente
el asunto, mecánicamente diagnosticaron a su libre albedrío,
haciendo caso omiso a las explicaciones del paciente y a las
pruebas presentadas.
Ante esa actitud represora, mezquina y repugnante; tuvo que
sobreponerse, para que el engranaje funcionara a su
alrededor acorde a la legalidad vigente, sin que algún mal
parido se extralimitara, al ser lo que prevalecía en esas
mazmorras. Por ello, desde que tuvo conocimiento de la
triste realidad existente, cuidó y veló por su integridad,
al creer que con la salud de los pacientes no se juega,
aunque para esos ‘cirujanos’ sea un caso más de tantos. Pero
para él o para usted, estimado lector, que lee estos
pensares filosóficos, nuestros asuntos deben ser los más
importantes de cuantos se les presente. Debiendo actuar, los
que están obligados a ello de cualquier profesión u oficio,
según la legalidad vigente. De lo contrario, solicite el
libro de reclamaciones, porque nadie debe hacer un uso
inadecuado de su rol o status…
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