Desde el monte Gurugú, Europa es un manchón de edificios
blancos que se funde con el Mediterráneo. Apoyado en las
rocas que desde hace nueve meses lo protegen de la noche,
Amin Nsue mira con ojos vidriosos hacia ese infinito tan
cercano. “Cada mañana me despierto pensando que un día voy a
ver el monte desde allí abajo”, confiesa.
Las piedras del Gurugú tatuaron de heridas el cuerpo de este
chico de 18 años que huyó a pie de Gabón antes de cumplir
16. Mientras habla se aferra a todo lo que tiene en la vida:
una manta gris y una bolsita de nylon azul con un paquete de
un kilo de azúcar.
“Un día voy a llegar a Melilla”, repite, bajito, mientras se
le unen cuatro, cinco, seis compañeros de intemperie. Decir
que salen de abajo de las piedras no es una metáfora.
Melilla. Todos sueñan con Melilla, el diminuto enclave
español en el norte del Magreb. La Unión Europea en plena
África. Es una zona caliente de la inmigración ilegal, ese
fenómeno social incontenible que volvió a alarmar a los
gobiernos del mundo desarrollado después de que dos
naufragios de barcazas con inmigrantes africanos en el
Mediterráneo dejaran más de 300 muertos.
Mattheo -camerunés, 21 años, ocho meses escondido en el
Gurugú- no se había enterado de la tragedia en el sur de
Italia. Escucha la noticia dos semanas después y se queda
pensando, como si debiera crear las palabras antes de
reaccionar: “Los botes son para los que tienen dinero.
Saltar es gratis”.
Para eso está en Marruecos y soporta la vida en el monte.
Para saltar. Allá abajo lo espera la valla de cinco metros
de alto y 12 kilómetros de largo que encierra el territorio
español. En realidad, son tres vallas paralelas, vigiladas
por cámaras, dotadas de sensores y con patrullaje 24 horas
de la Guardia Civil.
Aun así, sólo en lo que va del año más de 1700 inmigrantes
sin papeles entraron en Melilla (15% más que en 2012),
muchos de ellos después de ataques masivos a la valla que
desbordan la resistencia de las fuerzas de seguridad. Unos
pocos consiguen cruzar en botecitos de juguete desde las
playas marroquíes.
Desde el monte hay que acercarse a la cima para vislumbrar
la muralla metálica que se interpone entre la miseria de la
polvorienta Beni Enzar y el sueño europeo. Pero antes de
pensar en la valla hay otras preocupaciones más acuciantes
para los cientos de jóvenes subsaharianos (hombres, ninguna
mujer) que malviven desperdigados por el Gurugú: una,
conseguir algo para comer. Otra, la policía marroquí.
“Hay razias todas las mañanas y todas las noches”, relata
Mohammed, otro camerunés que salió hace un año desde el
Golfo de Guinea. A su lado pasa un colega de Malí. Tiene dos
curitas vencidas por la sangre en un pómulo y en la frente;
alguien le cosió mal un corte en la oreja izquierda. Apenas
habla. “Un policía lo pateó mientras huía y rodó contra las
piedras”, cuenta Mohammed.
Locuaz, rulos de alambre, Mohammed tiene 19 años y dice que
vivirá en Londres. Quiere estudiar contabilidad y mejorar el
inglés. Su padre murió y la madre espera ayuda con cinco
niños menores. Cruzó a dedo hasta Nigeria, rebotó dos veces
en la frontera con Níger hasta que logró pasar. Entró en
Argelia. Caminó en el desierto y juntó dinero con trabajitos
en el camino para costearse el viaje hasta el límite con
Marruecos. Ya fracasó cinco veces en su intento de saltar.
Lleva unas zapatillas recauchutadas que dejan a la vista la
planta del pie cuando camina. Para el momento clave no le
servirán. El “salto” lo hacen descalzos: los dedos de los
pies ayudan a trepar rápido por el entramado de hierro.
Saltos fallidos
Mattheo es más tímido. Habla como si le cobraran por sílaba.
Hasta que una palabra lo libera: “Argentina”. Se le iluminan
los ojos azabache de fondo amarillento: “Lionel Messi”, dice
sonriente. Cuenta su odisea desde Camerún, empujado por el
hambre. Las guerras que esquivó, las dos veces que la
policía marroquí lo subió a un micro y lo soltó en la
frontera con Argelia, los tres saltos fallidos... Alguien le
recomendó ir a Libia, pero no se atrevió: “Muchos
problemas”.
La espera lo atormenta: “Pasó un año y no pude mandar nada a
casa. Ni puedo llamar a mi madre porque me robaron el
teléfono”.
Casi todos llevan celulares chiquitos de los que se vendían
hace 10 años. El teléfono y la manta son sagrados. Al pie
del monte, el quiosquito de cemento sin pintar de una
familia marroquí se llena por las tardes de cameruneses,
guineanos, nigerianos, senegaleses, malíes... Van a cargar
la batería. Cuando juntan unas monedas compran tarjetas para
llamar a casa o a los amigos que consiguieron entrar en
Melilla.
Pasan gallinas volando. Los vecinos las guardan a la noche
por miedo a que se las cacen. Los chicos del Gurugú comen lo
que pueden. Revisan la basura. Mendigan los restos de
cordero que los marroquíes descartan. A veces se tienen que
conformar con un té de acebuche, ese olivo silvestre que
crece por todos lados. Da unas aceitunitas negras y amargas
que exigen mucha azúcar para simular una infusión.
Por las tardes suben y bajan por un sendero regado de
desperdicios que da a la avenida cuyo final es el paso
fronterizo hacia Melilla. Cada vez que oyen un motor giran
la cabeza alarmados. Si es la policía habrá que correr.
Esa semana el camino al cruce internacional luce vacío: la
Pascua grande musulmana relajó los controles y también el
trajín hacia Melilla.
Es el único paso para vehículos: tal vez la frontera más
desigual del mundo. “Es increíble lo que nos toca ver todos
los días”, dice un guardia civil con años en Melilla. Tiene
fotos recientes para probarlo: un subsahariano empotrado en
el motor de un auto, otro plegado en posición imposible en
un doble fondo debajo del asiento delantero. “Las mafias del
tráfico humano son incansables”, explica. Por allí entran
con cierta facilidad muchísimos argelinos y ahora sirios que
escapan de la guerra: consiguen pasaportes marroquíes falsos
y sortean los controles ayudados por la fisonomía. Los que
vienen del África negra no tienen esa ventaja.
El puesto fronterizo interrumpe la valla que discurre por
las ondulaciones del terreno hasta morir a orillas del
Mediterráneo. Se ven jirones de ropa y zapatillas
aprisionadas en lo alto. El Gurugú se divisa de fondo en
cualquier punto del trazado.
Antes la valla estaba coronada por atados de alambre
punzante que llenaban de tajos a los que intentaban el
salto. Hace seis años se quitó. Ahora arriba hay un tramo
retráctil, para que quien trepa tienda a caer hacia atrás.
Por unas tuberías circula gas pimienta, que nunca se usó.
“La presión es constante. Hoy puede haber saltos a cualquier
hora del día y en cualquier lugar de la valla”, señala el
subteniente Juan Antonio Martín Rivera en la comandancia de
la Guardia Civil en Melilla. Hay alerta. También han habido
saltos de cientos de inmigrantes juntos en Ceuta. “Ellos son
víctimas, pero nuestra misión es que no entren en España de
esa manera. Tenemos que hacer cumplir la ley”, dice Martín
Rivera y denuncia que a veces los asaltos son violentos,
casi imposibles de contener.
Proceso de expulsión
La legislación indica que si pisan suelo español los sin
papeles pueden permanecer en Melilla mientras se tramita el
proceso de expulsión, que puede durar años. Defensores de
los derechos humanos, como el activista local José Palazón,
denuncian que las fuerzas de seguridad persiguen a los
inmigrantes que logran cruzar y los sacan hacia Marruecos
por las puertas verdes que tiene la valla. “Hay una
sistemática violación de la ley”, acusa. El gobierno
marroquí colabora con España: contener la inmigración es su
mejor carta para conseguir acuerdos beneficiosos con la
Unión Europea.
Los chicos del Gurugú saben las reglas: si saltan la valla
toca correr, correr, correr. Acaso pasar una noche
escondido. Y después ir a la comisaría, a la luz del día.
Entonces los espera una cama, ropa nueva y comida caliente
en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI),
unos barracones con la capacidad desbordada donde el Estado
español los cuida mientras dura el trámite de expulsión, que
casi nunca se completa. Ninguno lleva documentos y resulta
muy difícil identificarlos y conseguir que su país de origen
los acepte.
En la espera pueden moverse libremente por la ciudad. A
muchos se los ve en los barrios buenos. Lavan coches. Ayudan
a estacionar. Juntan algunas monedas para sus gastos extra.
El final soñado es obtener un laissez passer, la carta
blanca con la que son trasladados a la península con el
compromiso de abandonar el país voluntariamente. Un ferry a
Almería; toda Europa por delante. La espera dura por lo
menos un año.
Amin Nsue, en lo alto del Gurugú, conoce el sistema. Se lo
contó su hermano, que lo espera en Fráncfort. Deja la bolsa
de azúcar en tierra. “Saluda a todos los camaradas en
Melilla. Diles que los veré pronto.” Da la mano y se esfuma
por el monte.
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