PortadaCorreoForoChatMultimediaServiciosBuscarCeuta



PORTADA DE HOY

Actualidad
Política
Sucesos
Economia
Sociedad
Cultura
Melilla

Opinión
Archivo
 

 

 

sociedad - DOMINGO, 3 DE NOVIEMBRE DE 2013


SAMI DESPUÉS DE HUIR DE LAS BOMBAS. EP.

REPORTAJE / INMIGRACION ILEGAL
 

Sin papeles: una eterna y cruel espera a las puertas de Europa

La inmigración ilegal, ese fenómeno social incontenible que volvió a alarmar a los gobiernos del mundo desarrollado después de que dos naufragios de barcazas con inmigrantes africanos en el Mediterráneo
 

CEUTA
Martín R.Y

ceuta
@elpueblodeceuta.com

Desde el monte Gurugú, Europa es un manchón de edificios blancos que se funde con el Mediterráneo. Apoyado en las rocas que desde hace nueve meses lo protegen de la noche, Amin Nsue mira con ojos vidriosos hacia ese infinito tan cercano. “Cada mañana me despierto pensando que un día voy a ver el monte desde allí abajo”, confiesa.

Las piedras del Gurugú tatuaron de heridas el cuerpo de este chico de 18 años que huyó a pie de Gabón antes de cumplir 16. Mientras habla se aferra a todo lo que tiene en la vida: una manta gris y una bolsita de nylon azul con un paquete de un kilo de azúcar.

“Un día voy a llegar a Melilla”, repite, bajito, mientras se le unen cuatro, cinco, seis compañeros de intemperie. Decir que salen de abajo de las piedras no es una metáfora.

Melilla. Todos sueñan con Melilla, el diminuto enclave español en el norte del Magreb. La Unión Europea en plena África. Es una zona caliente de la inmigración ilegal, ese fenómeno social incontenible que volvió a alarmar a los gobiernos del mundo desarrollado después de que dos naufragios de barcazas con inmigrantes africanos en el Mediterráneo dejaran más de 300 muertos.

Mattheo -camerunés, 21 años, ocho meses escondido en el Gurugú- no se había enterado de la tragedia en el sur de Italia. Escucha la noticia dos semanas después y se queda pensando, como si debiera crear las palabras antes de reaccionar: “Los botes son para los que tienen dinero. Saltar es gratis”.

Para eso está en Marruecos y soporta la vida en el monte. Para saltar. Allá abajo lo espera la valla de cinco metros de alto y 12 kilómetros de largo que encierra el territorio español. En realidad, son tres vallas paralelas, vigiladas por cámaras, dotadas de sensores y con patrullaje 24 horas de la Guardia Civil.

Aun así, sólo en lo que va del año más de 1700 inmigrantes sin papeles entraron en Melilla (15% más que en 2012), muchos de ellos después de ataques masivos a la valla que desbordan la resistencia de las fuerzas de seguridad. Unos pocos consiguen cruzar en botecitos de juguete desde las playas marroquíes.

Desde el monte hay que acercarse a la cima para vislumbrar la muralla metálica que se interpone entre la miseria de la polvorienta Beni Enzar y el sueño europeo. Pero antes de pensar en la valla hay otras preocupaciones más acuciantes para los cientos de jóvenes subsaharianos (hombres, ninguna mujer) que malviven desperdigados por el Gurugú: una, conseguir algo para comer. Otra, la policía marroquí.

“Hay razias todas las mañanas y todas las noches”, relata Mohammed, otro camerunés que salió hace un año desde el Golfo de Guinea. A su lado pasa un colega de Malí. Tiene dos curitas vencidas por la sangre en un pómulo y en la frente; alguien le cosió mal un corte en la oreja izquierda. Apenas habla. “Un policía lo pateó mientras huía y rodó contra las piedras”, cuenta Mohammed.

Locuaz, rulos de alambre, Mohammed tiene 19 años y dice que vivirá en Londres. Quiere estudiar contabilidad y mejorar el inglés. Su padre murió y la madre espera ayuda con cinco niños menores. Cruzó a dedo hasta Nigeria, rebotó dos veces en la frontera con Níger hasta que logró pasar. Entró en Argelia. Caminó en el desierto y juntó dinero con trabajitos en el camino para costearse el viaje hasta el límite con Marruecos. Ya fracasó cinco veces en su intento de saltar. Lleva unas zapatillas recauchutadas que dejan a la vista la planta del pie cuando camina. Para el momento clave no le servirán. El “salto” lo hacen descalzos: los dedos de los pies ayudan a trepar rápido por el entramado de hierro.

Saltos fallidos

Mattheo es más tímido. Habla como si le cobraran por sílaba. Hasta que una palabra lo libera: “Argentina”. Se le iluminan los ojos azabache de fondo amarillento: “Lionel Messi”, dice sonriente. Cuenta su odisea desde Camerún, empujado por el hambre. Las guerras que esquivó, las dos veces que la policía marroquí lo subió a un micro y lo soltó en la frontera con Argelia, los tres saltos fallidos... Alguien le recomendó ir a Libia, pero no se atrevió: “Muchos problemas”.

La espera lo atormenta: “Pasó un año y no pude mandar nada a casa. Ni puedo llamar a mi madre porque me robaron el teléfono”.

Casi todos llevan celulares chiquitos de los que se vendían hace 10 años. El teléfono y la manta son sagrados. Al pie del monte, el quiosquito de cemento sin pintar de una familia marroquí se llena por las tardes de cameruneses, guineanos, nigerianos, senegaleses, malíes... Van a cargar la batería. Cuando juntan unas monedas compran tarjetas para llamar a casa o a los amigos que consiguieron entrar en Melilla.

Pasan gallinas volando. Los vecinos las guardan a la noche por miedo a que se las cacen. Los chicos del Gurugú comen lo que pueden. Revisan la basura. Mendigan los restos de cordero que los marroquíes descartan. A veces se tienen que conformar con un té de acebuche, ese olivo silvestre que crece por todos lados. Da unas aceitunitas negras y amargas que exigen mucha azúcar para simular una infusión.

Por las tardes suben y bajan por un sendero regado de desperdicios que da a la avenida cuyo final es el paso fronterizo hacia Melilla. Cada vez que oyen un motor giran la cabeza alarmados. Si es la policía habrá que correr.

Esa semana el camino al cruce internacional luce vacío: la Pascua grande musulmana relajó los controles y también el trajín hacia Melilla.

Es el único paso para vehículos: tal vez la frontera más desigual del mundo. “Es increíble lo que nos toca ver todos los días”, dice un guardia civil con años en Melilla. Tiene fotos recientes para probarlo: un subsahariano empotrado en el motor de un auto, otro plegado en posición imposible en un doble fondo debajo del asiento delantero. “Las mafias del tráfico humano son incansables”, explica. Por allí entran con cierta facilidad muchísimos argelinos y ahora sirios que escapan de la guerra: consiguen pasaportes marroquíes falsos y sortean los controles ayudados por la fisonomía. Los que vienen del África negra no tienen esa ventaja.

El puesto fronterizo interrumpe la valla que discurre por las ondulaciones del terreno hasta morir a orillas del Mediterráneo. Se ven jirones de ropa y zapatillas aprisionadas en lo alto. El Gurugú se divisa de fondo en cualquier punto del trazado.

Antes la valla estaba coronada por atados de alambre punzante que llenaban de tajos a los que intentaban el salto. Hace seis años se quitó. Ahora arriba hay un tramo retráctil, para que quien trepa tienda a caer hacia atrás. Por unas tuberías circula gas pimienta, que nunca se usó.

“La presión es constante. Hoy puede haber saltos a cualquier hora del día y en cualquier lugar de la valla”, señala el subteniente Juan Antonio Martín Rivera en la comandancia de la Guardia Civil en Melilla. Hay alerta. También han habido saltos de cientos de inmigrantes juntos en Ceuta. “Ellos son víctimas, pero nuestra misión es que no entren en España de esa manera. Tenemos que hacer cumplir la ley”, dice Martín Rivera y denuncia que a veces los asaltos son violentos, casi imposibles de contener.

Proceso de expulsión

La legislación indica que si pisan suelo español los sin papeles pueden permanecer en Melilla mientras se tramita el proceso de expulsión, que puede durar años. Defensores de los derechos humanos, como el activista local José Palazón, denuncian que las fuerzas de seguridad persiguen a los inmigrantes que logran cruzar y los sacan hacia Marruecos por las puertas verdes que tiene la valla. “Hay una sistemática violación de la ley”, acusa. El gobierno marroquí colabora con España: contener la inmigración es su mejor carta para conseguir acuerdos beneficiosos con la Unión Europea.

Los chicos del Gurugú saben las reglas: si saltan la valla toca correr, correr, correr. Acaso pasar una noche escondido. Y después ir a la comisaría, a la luz del día.

Entonces los espera una cama, ropa nueva y comida caliente en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), unos barracones con la capacidad desbordada donde el Estado español los cuida mientras dura el trámite de expulsión, que casi nunca se completa. Ninguno lleva documentos y resulta muy difícil identificarlos y conseguir que su país de origen los acepte.

En la espera pueden moverse libremente por la ciudad. A muchos se los ve en los barrios buenos. Lavan coches. Ayudan a estacionar. Juntan algunas monedas para sus gastos extra. El final soñado es obtener un laissez passer, la carta blanca con la que son trasladados a la península con el compromiso de abandonar el país voluntariamente. Un ferry a Almería; toda Europa por delante. La espera dura por lo menos un año.

Amin Nsue, en lo alto del Gurugú, conoce el sistema. Se lo contó su hermano, que lo espera en Fráncfort. Deja la bolsa de azúcar en tierra. “Saluda a todos los camaradas en Melilla. Diles que los veré pronto.” Da la mano y se esfuma por el monte.
 

Imprimir noticia 

Volver
 

 

Portada | Mapa del web | Redacción | Publicidad | Contacto