Vivimos en la eclipse del no ser,
dejándonos seducir por una masa dominadora de espíritu
interesado, que decide por nosotros. Cada día hay menos
ciudadanos con voz a los que se les escuche. Todo se reduce
al dominio de la materialidad, de las finanzas, y lo que es
peor, nos dejamos regir por esa realidad que nos destierra,
o despoja, hasta del reino de la humanidad. Es evidente, que
vivir bajo este contexto irracional, nos lleva a la
desesperación permanente y continua. El orden lo dicta un
mercado. La ética la impone un poder avasallador. Lo que da
sentido a nuestra vida es el consumo, con sus raciones de
mentira y sus dotes de fortaleza. El más fuerte se merienda
al más débil como siempre. Ahora más, porque nos creemos
mejores, y somos la injusticia andante. Por desgracia, nos
hemos situado en un marco de irresponsabilidades, de
negocios confusos, de búsquedas absurdas, dejándonos
arrastrar por pedestales sin escrúpulos. Así, es imposible
desarrollar relaciones de amistad, de diálogo sincero cuando
nadie derriba sus intereses particulares, la doctrina del
poder se impone y de qué manera, sin contar para nada el ser
humano como tal, provenga de donde provenga.
Si viviéramos en el ser habríamos madurado mucho más el
término humano, ocupándonos y preocupándonos por cada vida,
reconoceríamos el bien colectivo tantas veces disipado,
apostando por otros comportamientos más humanistas. Cuando
una sociedad se encamina hacia la negación del ser,
permitiendo las mayores atrocidades en las personas, acaba
por no encontrar la energía necesaria para cambiar de
actitud. Perdida la sensibilidad humana todo se derrumba,
mientras los desenfrenados deseos de placer y egoísmo se
acrecientan. Las personas, sin exclusiones, tienen derecho a
vivir una vida digna, lo sabemos, pero los surcos de las
vicisitudes humanas son cada día más alarmantes. Por doquier
lugar germinan los conflictos, resurge la violencia, la
falta de futuro de tantas personas, el incumplimiento a
tantos derechos humanos, avivando una crisis humanitaria de
grandes proporciones y que empeora día tras día. Negar esta
situación exige que cada uno asuma sus propias
responsabilidades, a fin de que se activen sin demora otras
condiciones más solidarias para el verdadero desarrollo de
todos los ciudadanos.
Sin duda, en el mundo de los dominadores, hay muchas puertas
oscuras y poca luz para abrirlas. Se precisan otros
mentores, o líderes, que entiendan la dominación como un
servicio, como una generosa entrega a la esperanza, como una
expresión de humanización y de humanidad. Ahora bien, no son
los dominadores los que redimen al ser humano. Somos todos,
en su conjunto, y nadie en especial. Ya lo dijo Montesquieu
en su tiempo, para que no se pueda abusar del poder, es
preciso que el poder detenga al poder. Un mundo en el que
hay tanta desolación, tanto cinismo dominador, tanta
permisividad ante el sufrimiento de inocentes, no se puede
guiar predicando lo que uno mismo no cumple. Indudablemente,
más pronto que tarde, estas injustas hazañas se nos vuelven
contra la propia humanidad. Hoy no cuenta el ser humano por
lo que es y representa, cuentan sus dineros. Los efectos, de
tantas contrariedades inhumanas, ya resplandecen por todos
los rincones. Ahí está la mayor crisis que padecemos, el no
poder ser persona liberada de tantas mezquindades, alguna
como la envida, el más miserable de los vicios,
arrastrándonos por el suelo como víboras.
Uno tiene que poder, por consiguiente, ser ciudadano con la
actitud de poder salir de uno mismo y de estar en medio del
mundo con la generosidad de sentirse parte de ese orbe.
Desde luego, no podemos vivir a gusto sin la propia
aprobación de nuestras actuaciones. Precisamente, la
grandeza de un ser humano, radica en que nos haga a todos
sentirnos grandes. No debemos permitir que alguien que se
acerque a nosotros, se vaya sin sentirse mejor o al menos
consolado. Son estos gestos sencillos, pero de corazón, los
únicos que nos hacen crecer. Liberarse de estas miserias,
mientras la sociedad rivaliza entre unos y otros, es lo que
hace a uno sentirse alguien. El día que el ser humano brille
por su bondad finalizarán todas las contiendas y la propia
existencia será un oasis de paz. Lo cruel es que el ser
humano aún no haya aprendido a dominarse a sí mismo y, sin
embargo, pretenda dominar también lo ajeno.
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