Hablar de política es de mala
educación. En el Estado Español, tras cuarenta años de
dictadura seguimos padeciendo franquismo sociológico,
consecuencia, en gran parte, de una Transición imperfecta y
edulcorada que renunciaba a la base fundamental de la vida
en sociedad, el conflicto, para implantar el consenso mal
entendido como garante de la convivencia y la salud
democrática. Hay territorios de lo colectivo que muchos
ciudadanos consideran ajenos a la ideología, asumiendo así
la teoría neoliberal que aboga por vaciar de contenido la
democracia y dejar las decisiones importantes en manos de
“técnicos apolíticos”. Si te sales del “mainsteam” y niegas
esa falsa realidad que nos invita a consumir programas como
“Gandía Shore” y a creernos informados con la propaganda de
cuatro cadenas televisivas y tres periódicos en manos de
grandes grupos multimillonarios es que estás “politizando” a
la gente. Politizar es, al parecer, algo negativo.
Se asume como indiscutible lo discutible y se sustituye la
función transformadora de la política por la mera gestión de
los dogmas de la ideología dominante, una ideología
desideologizada y presentada como sentido común, sobre todo
en el campo económico. De Guindos y Montoro nos dicen que lo
que hacen “es lo que marca la economía”, trasladando a la
opinión pública que las reglas económicas están por encima
de las decisiones políticas. Mienten. Fue alguien tan poco
sospechoso de albergar pensamientos de izquierdas como Henry
Kissinger quién reconoció en sus memorias que “sólo más
tarde aprendí que las principales decisiones de POLÍTICA
económica no son técnicas, sino políticas”.
El intento de implantación del pensamiento único no ocurre
sólo con la economía. La reacción “antipolítica” siempre ha
pretendido adueñarse de la causa antiterrorista. O estás con
nosotros o eres ETA, ese es el mantra repetido por ciertos
sectores y que, por desgracia, ha calado entre gran parte de
la población. Mucha culpa tiene el tratamiento de los medios
de comunicación. La explotación del morbo y el amarillismo,
acudiendo a los sentimientos más primarios del espectador en
casos como los de José Bretón, Marta del Castillo, la niña
Asunta o la condena a España por la aplicación de la
doctrina Parot con carácter retroactivo, hace que el
análisis sereno y la reflexión sean sustituidos por una sed
de venganza fruto de la rabia y la sensibilidad manipulada
para la causa. Si en el terreno económico se niega y
criminaliza la faceta política para evitar el debate,
disentir con el pensamiento derechón en algo relacionado con
el conflicto vasco supone ser acusado de simpatizante de los
terroristas. El que se opone al pensamiento dominante es
situado en el bando enemigo, sea este enemigo la propia
política convertida previamente en algo negativo o la misma
ETA.
En nuestro país, decir que estás en contra de la doctrina
Parot y a favor de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo
viene automáticamente seguido de insultos y
descalificaciones por parte de unos ciudadanos absorbidos
por el totalitarismo ideológico y que, al igual que esa
España servil con el despotismo de Fernando VII, quieren
“lejos de ellos la funesta manía de pensar”. Con esta
actitud representan lo peor de la historia de este país.
Insultar mucho a los etarras, soltar paridas sobre que el
Código Penal es blando, pedir pena de muerte, apelar al
patriotismo de pandereta y usar el dolor de las víctimas
para criticar la sentencia de Estrasburgo a la vez que se
pretende hacer de la ley del Talión ley penal, diciendo que
“si ellos no respetan los derechos humanos, el Estado no
debe respetar los suyos”, refleja, aparte de un razonamiento
simplón y obtuso, una concepción del Derecho propia de
simpatizantes de sistemas autoritarios. Los que apelan al
estómago y las entrañas de las personas en lugar de a la
razón y la serenidad crean el caldo de cultivo para el
avance del fascismo. No muestran más sensibilidad con las
víctimas, muy al contrario, utilizan su dolor para implantar
ideas atroces y enemigas del Estado de Derecho, sean
conscientes o no. Es un comportamiento fácil, efectista,
repugnante. Hacen política, pero de manera vil y sucia.
Sin embargo, se implanta en el imaginario colectivo que los
únicos que hacemos política somos los que expresamos una
opinión determinada y no otra. Los que hace unos meses se
negaban a asumir que el accidente de Santiago fuese
únicamente producto de una temeridad del maquinista y
pidieron que se investigaran posibles causas que pudieran
salpicar a gente de poder fueron tachados de sinvergüenzas
que politizan las desgracias. En cambio, hacer recaer toda
la culpa sobre un sólo hombre y evitar preguntas sobre
recortes o negligencias no es política. Pues lo siento
mucho, pero tanto una opción como la otra son opciones
políticas.
Que decenas de personas pierdan la vida porque los recortes
aprobados repercuten en la seguridad de todos es política.
Que haya paro es política. Hacer huelga SIEMPRE es política.
Que la AVT organice una manifestación es política. Que los
enfermos crónicos no puedan pagar sus tratamientos es
política, y acusar de proetarras al 15M, a la PAH o a los
que apoyamos una sentencia judicial es política. Una
política degradada y gestionada por una casta a las órdenes
de los poderosos, una política secuestrada que urge volver a
poner en manos de los ciudadanos.
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