Hace muchos años me contaron que
había una monja de clausura cuya humildad no tenía parangón
dentro del claustro. La religiosa cundió entre sus
compañeras que se le aparecía la Virgen a cierta hora de la
noche. Y la madre superiora no dudó en comunicárselo al
sacerdote encargado de la salud espiritual de las hermanas.
Y éste, a su vez, se dirigió al deán de la catedral de la
ciudad.
El deán, experto en situaciones de la vida y, por supuesto,
de la vida religiosa, se presentó en el convento y reunió a
todas las enclaustradas. Y, tras los saludos de rigor, lo
primero que hizo fue preguntar: Por favor, ¿quién es la
santita…? Y la santita brincó de su asiento para contestar
con un yo rotundo.
El deán, hombre curtido en mil batallas, entendió a vuelta
de manivela que aquella monja estaba tan falta de humildad
como capacidad le sobraba para embaucar a todas las
compañeras por medio de una falsa humildad. Humildad
fingida. Que no deja de ser una actitud peligrosa. Tan
peligrosa como para que yo nunca me haya cortado lo más
mínimo en darle la razón a quien dijo que una sociedad de
fanfarrones es plausiblemente concebible; una sociedad de
humildes sería inhabitable y peligrosísima.
La de fingidos humildes que me habré tropezado yo en el
mundo del fútbol. Esa escuela de vida de la que tanto
hablaba Albert Camus. Eso sí, y sin ánimo de
presumir, a mí se daba muy bien descubrirlos con celeridad.
En Ceuta hubo un futbolista que pasaba por ser lo más
parecido a la santita de la que he hablado más arriba. De
expresión sombría, ademanes parcos y escaso de sonrisa.
Estaba convencido de que para dar el pego de tanta modestia
acumulada tenía que esperar pacientemente a que se le
preguntara. No hace falta decir que nuestro hombre contaba
con el aprecio de los directivos y metía baza a espaldas de
todos los demás componentes de la plantilla. Con fines
interesados.
Aquel futbolista, cuyo nombre no mencionaré, se desmigajaba
en obsequiosidades y palabras lindas, cuando se le daba
cabida en la conversación, con semblante de hermano
refitolero. De él recuerdo que nunca aceptaba una crítica.
Era un convencido de que jamás hacía nada mal. Que los
errores los cometían siempre los otros. Y en última
instancia el entrenador. A quien además acusaba de gustarle
mucho la noche y de incumplir sus obligaciones.
Aquel muchacho gozaba de un respeto enorme entre los
directivos. Y, como no podía ser de otra manera, hizo tan
buenas migas con Juan Vivas como para convertirse en persona
de su confianza. Despachaba todos los días con él y hasta se
tomaba la libertad de enjuiciar vidas y actuaciones ajenas.
Mientras la suya pasaba por ser intachable.
Aquella Agrupación Deportiva Ceuta dispuso de dos personas
humildes. De dos humildes ficticios que hacían y deshacían
en el club. Poniendo cara de no haber roto un plato en su
vida. Aunque sigo reconociendo que ambos gozaban de mucho
oficio para escenificar su mansedumbre, sencillez y dulzura
de tres al cuarto. Lo cual no evitó que todo acabara como el
rosario de la aurora.
Ustedes se preguntarán a cuento de qué viene que uno salga
hoy recordando cosas del pasado y referentes a la falsa
humildad. Y a mí me toca decirles que nuestro alcalde, en
vez de reconocer sus errores, como todo quisque, sigue
hablando como si fuera el santo Job. Atiborrado de humildad
y paciencia. Porque los malos son los demás. O sea… los
otros.
|