Apesar del desmedido esfuerzo sibilino de algunos por apagar
el fuego con un capotazo de color púrpura, la polémica sobre
el lugar de culto del Medinaceli sigue estando viva en la
mente y en el corazón del pueblo caballa. Pero como dijo Don
Quijote a Sancho, “con la Iglesia hemos topado”, frase que
en nuestro contexto, hace clara alusión a la actual
impotencia y resignación popular para decidir sobre el
destino final de sus imágenes ante un poder superior que no
tiene en cuenta su opinión. Durante la historia la Iglesia
siempre ha tenido fama de imponer sus estrictos criterios
que, en el peor de los casos, han llevado a la hoguera a
científicos y sabios defensores de teorías aparentemente
demasiado innovadoras para su época. El reflejo de su legado
se traduce en nuestra triste actualidad con el absurdo
regreso del Medinaceli, preso y maniatado a su exilio
silencioso y forzado.
El principal motivo que me estimula a escribir en medios no
relacionados con mi profesión sanitaria es, sin duda alguna,
la lucha contra este tipo de conductas irracionales, en
instituciones cuya tarjeta de presentación debe ser siempre
la humildad, la caridad, el diálogo, la concordia y la
misericordia. En esta lucha desigual de David contra Goliat
percibo el apoyo popular reflejado con nitidez en el número
de personas que me consta leen mis artículos de opinión, y
pulsan “me gusta” en la edición digital del periódico.
También me sirve de revulsivo las escasas críticas adversas
publicadas sobre mis escritos públicos. Estas últimas me
inducen a contrastar más y más la realidad, por la
posibilidad de que uno no haya estado acertado en su fondo
y/o en su forma. Es un espléndido acicate para investigar de
nuevo sobre el tema en cuestión en el escenario espacial y
temporal más adecuado, la capilla de la casa de Hermandad
del Medinaceli durante sus cultos del pasado mes de
septiembre. Allí he hablado y contrastado opiniones con los
cofrades y con numerosos devotos del Medinaceli, y también
he vuelto a leer todo lo escrito y publicado sobre el tema.
Es necesario comprobar si sólo son simples vilipendios
gratuitos, peregrinos, triviales y dirigidos o, por el
contrario, dichas críticas tienen argumentos razonables,
para entonar en ese caso, el mea culpa. Sin embargo, en mi
torpeza mental, aún no he encontrado ninguna razón bautizada
por la lógica que justifique el destierro de estas imágenes
en San Ildefonso. ¿Y usted señor vicario las conoce? Sigo
esperando que una mente intelectualmente superior a la mía
me lo explique con la suficiente claridad que hasta los más
pequeños que han rezado al Medinaceli en su capilla puedan
entenderlo. ¿Por qué nuestros representantes de la Iglesia
tienen miedo de reconocer públicamente sus errores? Debe
saber, señor vicario, que el fracaso nos proporciona más
sabiduría que el éxito. Los errores, los desaciertos y las
derrotas, son inevitables para los mortales en esta vida
dura y efímera que nos ha tocado vivir. Sin embargo, si
nuestro orgullo nubla nuestro raciocinio, y nos impide dar
el primer paso hacia la concordia, si dejamos que nos supere
el miedo al qué dirán si cambiamos de opinión, si nos
derrumbamos ante nuestra propia soberbia, si dudamos en
volver a replantear el tema, nos estamos condenando a una
vida llena de arrepentimiento. En este contexto le recuerdo
la frase de Cicerón: “De todos es errar; sólo del necio
perseverar en el error”, y la versión cristiana de San
Agustín “Errar es humano; perseverar el error es diabólico”,
y la mía: “Reconocer nuestro error ante los demás y
rectificar el desagravio –además de sabio– es un desafío
irreversible a nuestra prepotencia”. Las únicas personas que
nunca cometen errores son aquéllas que nunca deciden nada.
Las mejores lecciones que podemos llegar a aprender en la
vida provienen de nuestros fracasos. Señor vicario, tenemos
todos que aprender de nuestros errores, pues es el único
camino para llegar a la sabiduría, para encontrar a Dios con
nuestras imperfecciones humanas. Pues como decía Sócrates:
“Para desembarcar en la isla de la sabiduría hay que navegar
en un océano de aflicciones”.
Todo ello viene a colación por los dos escritos que, de
forma repetitiva y simultánea, cubiertos bajo el palio de
una intachable conducta moral y cristiana, con un contenido
probablemente dirigido y sugerido, vuelcan sobre mis
escritos estas personas que, por supuesto, respeto y
agradezco que lo hagan siempre que sea motu proprio. Pero
como decía Paulo Coelho: “Lucha por tus sueños o te
impondrán los suyos”. Y mi sueño, y del pueblo caballa,
señor vicario, es ver siempre al Señor de Ceuta en la
capilla de su casa de Hermandad, rodeados por sus hermanos y
sus fieles devotos que no han parado de visitarle en todo el
tiempo que ha estado el edificio abierto al público. Y si
esto lo comparamos con la ocre tempestad de silencio,
desprecio y abandono espiritual que reina en San Ildefonso,
la comparación, aunque odiosa, no tiene ni forma ni color.
Por cierto señor vicario ¿ha estado usted con sus escribanos
defensores durante los horarios de visitas y en los cultos
de la cofradía del mes de septiembre en su Casa de
Hermandad? Hasta donde llegan mis averiguaciones, usted sólo
ha entrado en una ocasión en la capilla en el pasado mes
para saludar a los hermanos del Medinaceli que hacían justo
homenaje con su presencia al paso del Dulce Nombre de Jesús
el pasado sábado 21. ¿Ha preguntado usted a su Junta de
Gobierno por la actitud y la respuesta del pueblo de Ceuta?
Creo que no, para qué. “Es mejor negar la realidad desde el
desconocimiento que reconocer nuestro error ante la
evidencia”. Esta frase apócrifa no la busque en Google, es
mía. ¿Por qué no le sugiere usted a sus serviles escribanos
que investiguen y publiquen ahora sobre lo sucedido antes y
durante los cultos organizados por la Hermandad en su
capilla? Como supongo que no lo va a hacer, lo hago yo que
sí estuve allí, y fui testigo ocular de numerosas
experiencias que quedaron prendidas en mi retina y en el
alma de sus fieles devotos. Los hermanos cofrades han visto
llorar de emoción y alegría a muchas personas que no salían
de su asombro al ver tan cerca al Señor de Ceuta.
Preguntaban rebosantes de felicidad y con reiteración ¿el
Medinaceli se va a quedar aquí para siempre? Los Hermanos,
con la pena contenida, solo podían responder con la
expresión de su cara, y desviando lo justo la mirada. La
Junta de Gobierno tomó datos sobre las numerosas visitas
diarias a la capilla que ascendieron a 2.472 personas, así
como su absoluta aprobación al lugar. Fui testigo de una
asistencia desbordada a los cultos donde literalmente no se
cabía, con gente de pie a pesar de las numerosas sillas que
fueron colocadas para el evento, y lo mismo en el Rosario de
la Aurora de la Virgen de los Dolores. Y le cuento todo esto
a pesar del dicho de Aristóteles: “Es ignorancia no saber
distinguir entre lo que necesita demostración y lo que no la
necesita”. ¿Necesita usted más datos o prefiere que
convoquemos un referéndum bajo el auspicio del Consejo de
Hermandades?
Pero todo tiene su fin, incluida esta última “jugada” de la
miel sobre los labios que nos ha regalado nuestro Obispado
con el disfrute temporal de nuestras queridas imágenes
acercándolas espacial y temporalmente a su pueblo. Pero como
no podía ser de otra forma, los titulares de la cofradía
vuelven a su exilio definitivo después de tenerlas con
nosotros en su permiso pasajero, por una orden episcopal que
suspende su “Tercer Grado Penitenciario”. Sin duda un
episodio más de una absurda batalla, en un intento
lampedusiano de cambiar algo para que todo siga igual. Todo
lo ocurrido hasta el momento hace que los representantes de
nuestra Iglesia Católica, Apostólica y Romana en Ceuta
vengan sufriendo un permanente cuestionamiento popular,
realzado por la ligereza de las inoportunas declaraciones
descalificadoras que el señor vicario realizó sobre sus
cofrades, en un ostensible ejercicio probable amalgama de
cinismo e hipocresía, con un comportamiento tan hermético
como ultramontano que ha desembocado en decisiones
impopulares, incompatibles con la propia doctrina de Jesús,
y que causan por igual alarma social y rechazo popular. Y no
me refiero sólo a la actitud de nuestros representantes de
la Iglesia de continuar con las reminiscencias históricas de
su sistemática política de ordeno y mando, sino de la
constante insensibilidad con que manejan cuestiones tan
actuales y delicadas de profundo calado en el sentir popular
como el lugar de culto y residencia del Cristo de
Medinaceli.
Por tanto, y pese a la aparente coartada espiritual que se
presupone a los responsables de la Iglesia, y en contra del
deseo de sus fieles devotos, parecen tantos los intereses
temporales de estos señores en el ocultismo de estas
imágenes que dan pie a especulaciones de todo tipo sobre los
verdaderos motivos de todo este tinglado kafkiano, cuyo
principal objetivo parece consistir en borrar del escenario
uncional de la religiosidad popular caballa a una imagen tan
emblemática de nuestra ciudad como el Cristo de Medinaceli.
Sólo eso puede desprenderse de esas decisiones tan
unidireccionales como inoportunas, cegadas por el brillo
deslumbrante de inmaculadas sotanas y de casullas doradas
cuyo resplandor emana del despacho del señor obispo.
¿Cuándo van a dejar ustedes de actuar sobre las decisiones
de nuestros Hermanos Mayores como lo hacían los antiguos
éforos sobre los legendarios reyes de Esparta? A falta de
aquilatar en el tiempo el sello personal que, todavía su
desconocida figura y personalidad está creando en nuestra
ciudad, nada de lo sucedido hasta ahora hace presagiar que
vayamos a mejorar, encontrándonos una vez más con más de lo
mismo, es decir, una institución autárquica, opaca y
ensimismada que seguirá trabajando aquí, en el contexto que
nos ocupa, en el empeño de mantener a toda costa y a todo
coste el monopolio de la franquicia de la voluntad divina y
de la razón absoluta, para así consolidar y mantener ese
poder temporal del que todos dicen renegar, pero que
regentan con voz de terciopelo y atesoran con mano de
hierro. Y a los hechos me remito. Señor vicario ¿conoce
usted el proverbio chino que dice “la mejor manera de evitar
que un tigre te devore es montarte sobre él”? Eso hace la
pulga, que en su insignificancia, siempre ha vivido oculta
entre las rayas del tigre filisteo, al que conoce a la
perfección en todos los sentidos. Ha compartido su
territorio y participado en sus cacerías, en sus hazañas
bélicas, siempre con discreción, dejando rugir y vencer al
tigre, sin apenas mostrar la gran resistencia, paciencia y
perseverancia que esconde en el interior de ese
desapercibido pasajero de minúsculo tamaño. Pero ante tan
fiero adversario, la pulga como hizo David (1 Sam 17: 8,9),
siempre busca en la anatomía felina un cayado, una honda y
cinco piedras lisas con la que poder derrotar a Goliat.
Mientras tanto recuerda las actuales palabras de Paulo
Coelho: “Nadie está a salvo de las derrotas, pero es mejor
perder algunos combates en la lucha por nuestros sueños que
ser derrotado sin saber siquiera por qué se está luchando”.
¿No cree usted, señor vicario?
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