Me gusta verme en los espejos del
otoño bebiendo los silencios de las tardes con sabor a
melancolía. Ciertamente, todo parece despoblarse en la
fuente de los lenguajes. Atrás quedan tantas inquietudes,
hoy terminadas en nostalgia. La vida se nos escapa más
rápido de lo que pensamos y son los recuerdos los que
permanecen en las pupilas de nuestras soledades. Tal vez,
como el poeta, yo también teja abecedarios para la noche en
que ya no seré. Ante semejante visión, que nos marca el
pasar del tiempo, uno no puede permanecer indiferente,
necesitamos trenzar pensamientos, cultivar sueños, injertar
esperanzas, vivir como un sirviente por entre la arboleda
caída, y hasta morir sintiendo los latidos tristes de
nuestras miserias.
Tras los espejos del entretiempo hay una lección, tan densa
como andante, que nos prepara para el invierno de la vejez,
para lo hora de la muerte. Claro que todo me conmueve, claro
que tengo ganas de vivir, pero mi alma -como el otoño- está
ya dispuesta a esa cercanía de diálogos que no pueden
expresarse nada más que con la mirada. El paso del tiempo
difumina los naufragios y suaviza sus aspectos dolorosos.
Evidentemente, en la existencia de cada ser hay sobradas
cruces y tribulaciones, pero también momentos de amor
inolvidables. No obstante, la experiencia del camino enseña
que, con los años, los mismos sinsabores cotidianos
contribuyen con frecuencia a la madurez del ser, a
templarnos por dentro y por fuera.
Sin duda, en los cristales otoñales hay un espíritu de
entendimiento, de sembrar concordia a pesar de tantos
contratiempos vividos. Es el momento de la penetrante
hondura, de abrir las puertas del alma, de explorar la
poesía prendida en los rojos atardeceres, de examinar quién
soy y por qué vivo, de reconocer que existo y que no puedo
engañarme. La vida, al fin y al cabo, es un baúl de
sorpresas por descubrir. A veces uno existe porque alguien
te imagina así. Otras veces porque oigo en la brisa mi voz.
Es cuestión de pensar, de sentir el pensamiento, de concebir
el sentimiento, de abrigar la vida con la vida de unos y de
otros. Esto es muy importante para hermanarse y poder
construir una ciudad humana en medio de tanta
deshumanización.
Son las lunas de la madurez, pues, las notas de un
pentagrama acorde con las cosechas, a las que hay que
estimular en un desarrollo equitativo para frenar conflictos
innecesarios. Para ello, tenemos que dejar fluir nuestro
espíritu, entrar en sintonía con nuestras habitaciones
interiores, escuchar lo que dicen las personas sabias
curtidas según las estaciones cobijadas. Todos somos,
individual y colectivamente, responsables de la inclusión
generacional. Tenemos que aprender a vivir unidos para
forjar un futuro para todas las edades. Fuera muros y, en
todo caso, sí hay algo que levantar que sea la esperanza y
el anhelo de vivir, sabiendo que a un mortal sólo le puede
emocionar otro mortal.
Con razón, se dice que cada cual tiene la edad de sus
emociones, y es en las añejas flamas donde se refleja mejor
el envoltorio de las vivencias. Nuestra acción, cuando está
inspirada y sustentada por el amor, hasta en el atardecer es
un huerto florido. De este modo, también en días helados los
destellos dan pie para discernir y proyectar de un modo
nuevo el camino. No cabe, por consiguiente, la resignación.
Esto significa que debemos ensanchar nuestro horizonte,
dando espacio a la gratuidad como expresión de armonía. Ahí
está el otoño, que aunque la rosa se deshoja, queda su
armónico perfume injertado en nuestro corazón y sus pétalos
en el recuerdo de lo que fue..., y de lo que volverá a
ser..., porque las rosas que en verdad lo son, siempre
retornan a un campo de vida.
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