Fue el viernes pasado cuando
alguien, que me había sido presentado minutos antes, sacó a
relucir, durante la conversación mantenida en un corrillo
formado en una terraza, su fallecimiento. Del cual no sabía
nada. A pesar de haberse producido en los primeros días del
mes que corre.
Ya es difícil que en una ciudad donde las noticias vuelan y,
por tanto, estamos casi siempre al cabo de la calle de
cuanto acontece, yo no me hubiera enterado de lo que le
había ocurrido a un hombre a quien traté, por primera vez,
hace la friolera de 29 años.
De él, de Pablo González, me habló un día Juan Vivas.
Sí; me lo recomendó como un abogado cuyo entusiasmo por la
defensa que se le encomendaba proporcionaba tranquilidad y
confianza a sus clientes. Así que acudí presto a visitarlo
en su despacho. El que entonces tenía en su casa de
Villajovita.
Nada más estrecharle la mano, e intercambiar las primeras
impresiones, me percaté de que enfrente tenía todo un
carácter. Con firmeza y energía suficiente como para
confiarle mi problema. Que no era cuestión menor. Pues nunca
lo fue, ni lo será nunca, pleitear con un entidad bancaria.
Aunque también deduje que había que andarse con tiento en la
conversación para no ponerse a tiro de ese genio que lo
caracterizaba.
Durante mucho tiempo, más de lo que yo hubiera querido y él
también, debido a que las cosas de palacio van despacio, el
caso estuvo empantanado y un día, quizá inducidos por el
viento de levante, Pablo y yo discutimos con la energía que
nos era característica. Y, ¡milagro!, de ahí nació nuestra
amistad. Gracias a su constancia y a sus conocimientos, como
abogado, gané el juicio. Y nuestras relaciones fueron ya las
mejores.
No obstante, en una ocasión coincidí con PG en un acto de
conciliación, yendo él como abogado de Pedro Gordillo,
y al término del mismo, debido a mi forma de proceder ante
la Secretaria Judicial, no tuvo más remedio que reír a
mandíbula batiente. Ante la extrañeza de su hija, que
desconocía mis salidas de tono.
De Pablo (de ese Pablo que fue guardia civil, maestro,
director de centro escolar, y abogado con muchas horas de
vuelos, y que, de haber gozado de más salud, habría sido
muchas cosas más) conservo yo como reliquia una frase que me
regaló, siendo testigo mi mujer, y que me dio ánimos
suficientes para seguir en la brecha.
Luego, cada vez que nos veíamos caminando muy de mañana por
el centro, raro era que no hiciéramos un alto en el camino y
nos pusiéramos a pegar la hebra. Si bien es cierto, y que me
perdonen quienes han dicho de él que era verboso, que Pablo
no necesitaba muchas palabras para dar su opinión de lo que
se encartara en ese momento.
Cuando ocurrió el ya conocido, para la historia de esta
ciudad, como ‘caso Gordillo’, mi querido Pablo no se cortó
lo más mínimo en agradecerme mis opiniones al respecto.
Máxime cuando él sabía perfectamente que yo nunca había
mantenido buenas relaciones con Pedro: su amigo y cliente.
Y, sobre todo, supo valorar la cantidad de enemigos que me
eché por haber querido imponer un poco de cordura en el
ensañamiento al que estaba siendo sometido el político
popular.
En fin, querido Pablo, que nunca hubiera deseado escribirte
estas líneas, y mucho menos con la tardanza que lo estoy
haciendo. Pero, créeme, que no me enteré de lo tuyo en su
momento. Ay, amigo…
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