Sea el tiempo que sea, suelo
recorrer el largo paseo marítimo de Fuengirola, que
comprende las playas de Santa Amalia, de Fuengirola, de San
Francisco, de Los Boliches, de Las Gaviotas, y que se
prolonga pasando las playas de Torreblanca y de Carvajal.
Este paseo marítimo se denomina Paseo Marítimo Rey de
España, a lo largo de su recorrido, y solo es interrumpido
por el puerto deportivo. Supongo que medirá sus buenos 7 kms,
suposición efectuada sin rigor.
Estos paseos configuran un buen tónico para el cuerpo
humano, aunque me deje las piernas maltrechas, además me
ofrece la oportunidad de ‘tropezar’ con casi toda la
representación de la humanidad del mundo mundial.
Algún que otro extraterrestre diviso entre la multitud,
entendiéndose como extraterrestres aquellos que lucen
estrafalarios abalorios, ‘looks’ y vestimentas.
Suelo quedarme un rato parado admirando las ‘esculturas’ de
arena en diversos puntos a lo largo del recorrido. Suelen
ser gente del contexto ‘hippy’ de otros tiempos y tienen un
patrón común: en trapos extendidos solicitan limosnas por
hacer la foto o por la voluntad.
De todas las ‘esculturas’ arenosas destaco, con mucho, una
especie de fortaleza con sus chimeneas, fuegos y demás. A
determinada hora de la noche suele reventar, la mencionada
‘escultura’, petardos en un remedo de luz y sonido de la
Esfinge egipcia.
No puedo negar el talento artístico de esta comunidad de
‘escultores’ hippies agarrados a sus canutos de “chocolate”
y espatarrados en un rincón de arena cercano a su ‘obra’.
De pronto, en la zona donde se encuentra ubicada la
‘estación’ del minitren turístico, con ruedas neumáticas, un
órdago de subsaharianos llama la atención.
Son manteros pillados por la policía local que, sin apearse
del coche, les conmina a disolverse.
No esperan a que les repitan la orden y se alejan con sus
mantas que esconden un pequeño almacén de objetos inútiles,
de gafas de sol ‘piratas’, de relojes más falsos que la
supuesta sábana de Turín y pare Vd. de contar.
Suelo descansar un poco en la plaza de Teresa Zabell, al
borde del puerto deportivo, y me llama la atención un
vendedor callejero de fruta natural.
Con un cesto igual al que dibujan en los cuentos de
Caperucita Roja, trata de vender cerezas, fresas, peras,
etc. que, aunque algunas estén fuera de temporada, están ahí
y sufren los rigores de Helios y eso me deja perplejo.
Me deja perplejo que trate de vender esa fruta
sobrecalentada en la playa.
Ignoro si no será un formidable criadero de gérmenes.
Un poco más a la izquierda, en el rincón donde la arena ve
interrumpida su expansión playera por el paramento de rocas
del puerto, una pareja de señoras entradas en años se
disponen a meterse en el agua, dejando huérfanos a sendos
bolsos enormes bajo la sombra de un pequeño parasol.
Un rapaz, que se estaba tostando al sol unos metros detrás
del parasol de las dos señoras, se levanta presuroso y se
sienta a escasos centímetros de los dos grandes bolsos.
Previa mirada previsora hacía el mar donde se bañan las dos
señoras, agarra rápidamente los dos bolsos y se pira, con la
velocidad del rayo, dirección al paseo marítimo ante la
impávida mirada de los vecinos playeros.
No puedo hacer nada ante tan rápida escenificación de un
hurto salvo comentarlo a un paseante cercano que se encoge
de hombros.
|