Hay un barrendero con quien suelo
echar muchos párrafos cada dos por tres. El cual, además de
cumplir con su cometido, nunca ha dejado de mostrarse
interesado por todo cuanto acontece y que evidencia
conocimientos acerca de la vida política local. Pero también
chanela de fútbol y de toros. Así que nuestras charlas
suelen ser muy interesantes. O, al menos, así me lo parecen
a mí.
La profesión de barrendero, antes tan poco apreciada, se ha
convertido en un empleo muy reconocido y al que han accedido
muchas personas que hicieron estudios superiores y que luego
no hallaron correspondencia laboral.
Es el caso del hombre al que me refiero. Y que nada más
verme, muy de mañana, va y me pregunta si el domingo vi la
corrida de toros televisada por la 1 de TVE. Y le respondí
que sí. Y, claro, salió a relucir la actuación de
Alejandro Talavante: torero que consiguió un triunfo
rotundo con seis toros en la plaza de Mérida.
De modo que me veo obligado a darle mi parecer sobre el
torero del que me habla y cuya extraordinaria actuación ha
dejado huella en mi interlocutor. Pues no se ha cortado lo
más mínimo en decirme que hasta le dio por pegar pases en la
salita de estar de su casa en los minutos de intervalo entre
toro y toro.
Talavante es extremeño, alto y triste. Tiene la tristeza de
los gigantes y se le nota a la legua que sus sentimientos
están a flor de piel. A los toreros altos no les sientan
nada bien que los toros sean poco voluminosos. Porque
parecen que están abusando de ellos como ese muchacho alto y
desmadejado que se hace el amo en el barrio entre los más
bajitos de la especie.
Talavante es muy alto y, más que elegante, yo diría que es
señorial, que tiene algo de marqués feo que pasea despacio
la calle sabiendo que tiene muchas propiedades y que la
gente dice “ahí va el señor marqués”. Un marqués que hasta
cantó por bulerías mientras se entretenía en torear como los
ángeles. Ora con muletazos por la derecha, ora por la
izquierda, haciendo del temple monumento y cimbreando la
cintura hasta extremos insospechados. Luego, desmadejado, se
recreó en los adornos mientras la plaza bramaba de alegría.
-Mire usted, De la Torre, me va a permitir que le
diga que habla usted de toros como yo jamás pensé que
pudiera hacerlo. Yo creía que usted sólo era perito en
fútbol y en darles caña a los políticos de esta tierra; por
cierto, que se lo tienen más que merecido. Ya que están
todos cortados por la misma tijera.
-Pues ya ve, amigo, que uno es capaz de tocar todos los
palos. Y le digo más: valgo más por lo que callo que por lo
que suelo decir.
Y es entonces, tras esta respuesta, que mi amigo el
barrendero se olvida de que ha sido espectador televisivo de
la corrida de toros celebrada en Mérida, el domingo pasado
–tierra en la que viví tres años inmejorables- y cambia de
conversación en un santiamén.
-Mire, De la Torre, días atrás tuve yo la suerte de
enterarme, sin querer, y no me pregunte cómo, de que el
alcalde está muy mal visto entre los suyos. Los suyos, como
bien comprenderá, son los militantes del Partido Popular.
Que hablan como si estuvieran hartos de aguantar su modo y
manera de ser. Y por lo que pude escuchar atentamente, desde
un sitio privilegiado, no lo pueden ver ni en pintura.
El barrendero sabía de lo que hablaba. Oído al parche.
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