A veces se habla de la Falange sin
la menor idea. Lo digo en una reunión donde mis palabras
parecen que no caen bien. Y, por tanto, no me queda más
remedio que decirles a los contertulios que la Falange fue
simplemente el partido de la clase media baja española. Y
argumento: Desde 1840 hasta 1920 lideró la clase vocinglera
y descontenta en España, y bajo su programa radical se
convirtió en la defensora de las políticamente no educadas
clases trabajadoras. Pero cuando éstas empezaron a formar
sindicatos y partidos políticos propios, la clase media baja
se quedó aislada.
Ante los muchos problemas que se fueron sucediendo, a la
Falange no le quedó más remedio que adoptar un programa
tomado prestado de Italia y Alemania, cuyo principal mérito
era que prometía rápidamente el poder. De la Falange se
llegó a decir que nació para apoyar los intereses de los
terratenientes y los capitalistas, Cuando era un partido
revolucionario, tanto anticapitalista como anticlerical. Al
no conseguir el poder, sus miembros más destacados,
terminada la Guerra Civil, se sintieron prisioneros del
Ejército y la Iglesia y optaron por entregarse al estraperlo
y la corrupción.
Los falangistas, a pesar de que se aferraron al cinismo para
poder subsistir, siempre tuvieron presente que el Gibraltar
inglés era un baldón al que había que poner fin cuanto
antes. Y, cuando mi pubertad esta en pleno apogeo, se
manifestaban, cada dos por tres, con gritos de ¡Gibraltar
españo!, ¡Gibraltar español!, ¡Gibraltar español!
Luego, cuando la fiebre patriótica remitía, los más
necesitados, acudían prestos al Campo de Gibraltar a
buscarse la vida como matuteros. Y hasta los había que daban
gracias a que el Peñón perteneciera al Reino Unido porque en
él se podía obtener la penicilina salvadora de tantas vidas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes
presumían de tener Europa en sus manos, nos visitó el
Reichsführer Himmler y el ministro Serrano Suñer
más bonito que un san Luis en sus bizarros uniformes, sacó a
relucir el tema de la Roca. Y el alemán le dijo que estaba
dispuesto a asaltarla con dos o tres divisiones. Pero SS
sacó a relucir la casta española y respondió, más o menos,
que ya se encargarían los españoles de darles para el pelo a
los ingleses.
Las autoridades españolas, tan echadas para adelante, nunca
tuvieron el arrojo suficiente para pasarse el Tratado de
Utrecht por la taleguilla. No obstante, siempre supieron que
en los momentos difíciles la reclamación de la Roca les
serviría para tapar problemas graves que pudieran exaltar a
los ciudadanos.
Eso sí, para que el desencuentro entre partes adquiriera
dimensiones suficientes como para poder ocultar otras
vergüenzas, era necesario que en Gibraltar hubiera un
testaferro muy dado a darse pote de estadista. Y a fe que
Fabián Raymond Picardo viene cumpliendo su papel de
manera sobresaliente. Aunque sería absurdo echarle toda la
culpa de cuanto viene ocurriendo al ministro principal de
Gibraltar.
La culpa es que España, desde el siglo XVIII, carece de una
Política Internacional acorde con sus necesidades. De hecho,
siendo nada más que un lector aventajado, me permito decir
que Westfalia, Utrecht y Viena, por un extraño signo de la
Historia Moderna, cada uno de estos tres intentos
ordenadores de la comunidad europea, tiene para España un
carácter fatídico.
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