Cuando llega agosto, me suele
ocurrir que algo en mi interior me apremia para que escriba
sobre un mes que siempre ha sido crucial en mi vida. Tiempo
del calendario que me invita a la nostalgia. Pero no para
echar de menos el pasado. Lo cual sería un torpe recurso de
defensa, sino para mecerme en la sonrisa que me provocan los
hechos que voy evocando.
En agosto, el levante, viento caluroso y seco, procedente
del Estrecho, además de molesto, influye en el carácter de
las personas. Mi madre solía decir que el levante propiciaba
la discordia. Y hasta hacía todo lo posible por evitar las
discusiones cuando soplaba.
Calor y levantazo se dan la mano durante los veranos en la
Bahía gaditana. De noche, con levante, el ¡centinela alerta!
se colaba por la ventana de mi habitación. Era un grito
tétrico que llegaba a mis oídos con sordina, lejano… Y a
partir de ahí iban sonando todos los alertas: el uno, el
dos, el tres… Es decir, las voces de los centinelas del
Penal de mi pueblo, pasándose unos a otros el alerta. Aunque
yo ya estaba acostumbrado a oír ese grito desconsolado,
grave y tembloroso, porque en casa de mi abuela, en la calle
de la Zarza, se oía con más sonoridad.
Los domingos por la mañana, mi padre jugaba al dominó en el
Casino Laboral. En el casino conocí yo a Miguel del Pino.
Primer matador con alternativa de El Puerto de Santa María.
Miguel se había doctorado en Algeciras en 1943. Su padrino
fue Manuel Rodríguez “Manolete”. Miguel me caía la
mar de bien. Cuatro veranos después me dijo que estaba
anunciado en los carteles de agosto en El Puerto, con
Antonio Bienvenida y Paquito Muñoz. Así que mi
padre me prometió llevarme. Y lo cumplió. Mi padre siempre
cumplía sus promesas. Salvo fuerza mayor. De él aprendí a no
quedarme con nada de nadie y a hacerle frente a mis
compromisos. Forma de ser que debe ser considerada,
actualmente, como antediluviana.
Miguel del Pino era bajito, enjuto, de aspecto enfermizo, y
como torero derrochaba arte a raudales. De él decían que las
mujeres eran su ruina. Su cruz. Y que le gustaban los
burdeles más que cortar dos orejas en la Maestranza de
Sevilla. Bebedor, sin orden ni concierto, no pocas veces
salió a la plaza embriagado. Nunca consiguió torear lo que
merecía, según decían sus partidarios; quienes culpaban a
Manolete de haberle boicoteado. Eso sí, Del Pino, que se
vestía por los pies, jamás acusó a Manolete de nada ni
tampoco desveló que hubiera el menor motivo de fobia contra
él por parte del Califa cordobés.
Lo mejor que he leído acerca de la vida de Miguel del Pino,
ídolo de mi niñez, fue un relato de Fernando Quiñones,
escritor gaditano, tan celebrado por Borges, y tan
olvidado actualmente. “La seguidilla sin cabeza o ahí en la
cama está el maestro”, es el título de una realidad
disfrazada de cuento. Y que va acompañada de una cita de
Shakespeare: “El asombro es que haya vivido tanto
tiempo; no hacía más que usurpar su vida”.
Leer a Quiñones, a quien tantas veces vi deambular por los
bares del pueblo donde me nacieron, siempre a la búsqueda de
ese cante imprevisto, de grandes del flamenco sin pedigrí,
contribuye a que mis días de ocio en agosto, desde hace
mucho tiempo, resulten gratificantes. Como el aire
acondicionado la tiene tomado conmigo, no me queda más
remedio que hacerme con el calor tirabuzones, echando mano
de la nostalgia para abanicarme con la sonrisa. |