He estado de vacaciones, durante
dieciséis días, aunque no he dejado de escribir la
miscelánea semanal. Tiempo dedicado a la lectura,
prescindiendo incluso de mis visitas a la playa o bien a la
piscina del Hotel Parador La Muralla (por cierto, sé de
buena tinta que el parador está trabajando muy bien este
verano). Albricias, pues, a quien corresponda que se haya
producido semejante buena nueva.
Cuando se me pregunta por parte de algún conocido, la razón
por la cual no voy por las mañanas a la playa, se me ocurre
responderle, para justificar mi conducta, que el agua está
muy fría y que el tacto con la arena me produce una
sensación poco agradable. Es decir, que me resulta imposible
echar mano de la tan socorrida frase a mi edad de que me
desagrada exhibirme con panza. Porque mentiría.
Así, una vez que ha quedado claro mi desafecto por los baños
de mar y hasta de agua dulce, otra pregunta surge en la
reunión que suelo frecuentar los martes: “¿Hasta cuándo
durará tu desencuentro con nuestro alcalde?”.
Y, claro, me ponen la respuesta a huevo, como se suele
decir. Uno reconoce al otro en la medida que el otro le
reconoce a uno. Lo que significa que la pasión nunca es
ciega. Que la verdadera pasión va de la mano del
conocimiento. Eso sí, me vais a perdonar que no cite al
autor de la frase, porque no me acuerdo.
De lo que sí me acuerdo, y con enorme pena, son de los
parados que han cumplido cuarenta años y se van haciendo a
la idea de que lo tienen muy difícil para volver a trabajar.
Debe de ser terrible conocer el futuro, un futuro tan
desgraciado, y no poder hacer nada por evitarlo. A eso le
llamaban los griegos tragedia. Tragedia, infortunio,
desdicha, desastre, y así podría seguir enumerando palabras
dramáticas para definir la situación que están viviendo
padres de familia a los que la crisis ha puesto de hinojos y
acabarán siendo víctimas del pánico de los parados. Del
pánico de los parados he hablado tantas veces, por haberlo
sufrido en mis propias carnes, que bien pudiera ser tachado
de redoblar el tambor. Lo cual me importa un bledo y parte
del otro.
En la reunión, que hay de todo como en botica, un empresario
que ha estado a punto de plegar, se lamenta de que en España
se hable continuamente de cómo ayudar a los jóvenes a hallar
empleo y se olviden a casi 3,5 millones de parados, de los 6
existentes, que van desde los cuarenta a los cincuenta de
edad. Una sinrazón.
Aunque cosas más raras se han visto y escuchado en un país
donde el sentido común parece que hace ya mucho tiempo salió
de veraneo y jamás ha querido regresar. Quizá porque le
avergüenza vivir conchabado con quienes han decidido darle
matarile a las clase medias, para tenerlas sumidas en el
miedo. El miedo es un lastre que nos aterra, que nos
empequeñece y nos devora. Con miedo, cuesta lo indecible
decir ¡basta ya! El miedo suele paralizar.
Por tal motivo, no nos puede extrañar que los políticos
vengan haciendo de su capa un sayo. Y que sea posible que
llevemos ya la tira de tiempo hablando de Luis Bárcenas
cuando lo que hay que hacer, por la vía de urgencia, es
devolverle la vida laboral a más de tres millones de
criaturas que, con cuatro décadas cumplidas, salen todos los
días a la búsqueda y captura de un empleo que no encuentran.
Con lo que ello significa. Por consiguiente, cuando me dicen
que se impone la esperanza, se me viene a la memoria lo que
dijo el poeta: “La esperanza es una enfermedad mortal de la
que no se acaba nunca de morir…”.
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