Cada día van más crecidos los ríos
de lágrimas por el mundo. Confieso que estos desconsuelos me
amargan y que no me dejan ver consuelo alguno. Sus
desbordantes caudales de amargura, aparte de ponerme triste,
me transmiten dolor y pena. Algo no funciona. Llevamos sobre
la espalda una preocupante crisis de derechos humanos. Nada
se soluciona con el uso excesivo de la fuerza. Ya lo
sabíamos, pero seguimos tropezando en la misma piedra una y
otra vez. Se precisa más contención y más diálogo, más
respeto y menos poderes arbitrarios. También lo habremos
escrito mil veces. A mi juicio, es significativa la falta de
autoridad de la comunidad internacional ante tantos
chantajes y matanzas. No puede permitirse que la sangre de
los débiles, que la opresión y la tortura, se practique
impunemente. Hay que frenar estos desórdenes como sea. La
cultura del sufrimiento (tan en boga hoy para desgracia de
la humanidad), de sobrevivir en la clandestinidad, de
permanecer ocultos en las adversidades, ejercida
sistemáticamente por la autoridad como instrumento de
dominio y atropello político, debe cesar cuanto antes. Esta
imagen cruel que nos acorrala resulta verdaderamente
inquietante.
Tal inquietud es global, nos afecta a todos y todos
deberíamos reaccionar ante una cultura sin conciencia,
alejada del sentido de justicia, que se deja manipular
fácilmente y pulveriza la confianza. Los tiempos actuales,
tan propicios a la violencia o represalias, deben avanzar
hacia otros cultivos más reconciliadores y menos
dictatoriales. Desde luego, es preciso crear pueblos con
garantías de gobierno democrático, con más democracia y
mejor democracia, para que la ciudadanía se sienta
representada y acogida en su colectividad. Por desgracia,
hemos destruido tantas esperanzas que, únicamente nos queda
la regeneración ante este denigrante malestar que lo invade
todo, hacia la desunión y hacia el caos. El odio, la
incapacidad de entenderse, el desentendimiento a los
problemas ajenos, la enemistad entre naciones, no tiene
sentido en estos tiempos en el que los horizontes deben
estar abiertos a toda la ciudadanía. Es hora de traspasar
las oscuras murallas y ver otros lenguajes más acordes con
la libertad humana.
El ser humano ama la liberación, es libre y tiene que
sentirse libre hasta en su respirar. No podemos seguir
activando ataduras. Lo decía el inolvidable pensador
español, Miguel de Unamuno: “sólo el que sabe es libre y más
libre el que más sabe; no proclaméis la libertad de volar,
sino dad alas”. Qué gran verdad. Sin duda, es la autonomía
de la persona a través de su mente la que nos hace ser más
responsables y, así, poder dominar las pasiones. Ningún acto
de violencia ciega e indiscriminadamente, que afecta a vidas
inocentes produce otro efecto que no sea el de atentar
contra el propio proceso de convivencia. Es el lenguaje el
gran instrumento que nos une. Y la libertad, un derecho de
todos. No el privilegio de algunos. Por eso, es el aporte de
toda la ciudadanía, la que nos pone en el camino del uso de
esa libertad, unas veces con ilusorias apariencias, otras
tomando el camino contrario. De ahí, la importancia de
practicar la cultura de la ética tan olvidada en el momento
presente. Es con la moral como podemos corregir los muchos
desmanes de nuestros instintos y advertir otros caminos más
pacíficos.
Quizás, como decía Voltaire, el ser humano se precipita en
el error con más rapidez que los ríos corren hacia el mar.
Tenemos que salir de este obsceno juego, empezando por
desarmar grupos armados, y desarrollar una filosofía
realista con Naciones Unidas. No es bueno para nadie que los
ríos de lágrimas continúen, empapen el planeta de llanto, y
todos acabemos desorientados bajo este clima de maldades.
Pongamos paz, antes de que sea demasiado tarde, por los
caminos de la vida. Dejemos a un lado los radicalismos, las
luchas innecesarias, y tomemos la cultura armónica como
horizonte de nuestras vidas. Como esto no es así,
continuamente nos movemos en los terrenos de las violencias
y violaciones masivas de los derechos humanos, por lo que
pienso que debería actuar con mayor diligencia la Corte
Penal Internacional, sobre todo para que nadie quedase
impune ante los abusos cometidos.
Detesto, pues, estos ríos de lágrimas que campean por el
mundo. Hace falta reactivar procesos políticos y hacer
realidad los muchos compromisos de paz que se firman a
diario. ¿Qué está pasando entonces? Está visto que no es
suficiente con restablecer el orden, se requiere además
combinar justicia con perdón, rectitud con clemencia,
equidad con firmeza, restableciendo un nuevo marco de
relaciones humanas más indulgentes y condescendientes con el
ser humano. En definitiva, entiendo que se trata de imprimir
otra cultura más comprensiva, con una pedagogía más
constructiva, de búsqueda del encuentro entre unos y otros.
Hasta ahora, pienso, que se ha educado en la competitividad
y poco en el respeto mutuo, y apenas nada en ayudar a las
personas a forjar sociedades más humanas y justas.
Necesitamos, por consiguiente, hacer un alto en nuestras
vidas y ponernos a reflexionar, sobre todo para romper este
círculo vicioso de intereses y violencias, que lo único que
generan son conflictos y más conflictos. No podemos
continuar indiferentes ante la multitud de almas que no
descansan. Debemos emplearnos a fondo en derrumbar los muros
que nos aterrorizan. La discordia parece haber tomado carta
de naturaleza. Y bajo esta atmósfera discordante, la
violencia está potencialmente presente en todo lugar y a
todas horas. Esto es lo tremendo. Que la violencia llegue a
verse como algo normal, cuando es algo que nos destruye, más
pronto que tarde. El referente de Gandhi, que permaneció
comprometido a su creencia en la no violencia incluso bajo
condiciones opresivas y frente a retos aparentemente
infranqueables, puede ayudarnos en rechazar la pasividad y
la sumisión ante actitudes violentas.
En cualquier caso, hay una realidad palpable: lo que con
violencia se gana, sólo se mantiene con violencia. Sembrar
crueldad, como cualquier otro vicio, lo que hace es
inhumanizarnos. Por ello, estoy convencido de que un sano
juicio no necesita de llantos. Insisto, tenemos la palabra
para conversar, para establecer diálogos, para soñar en que
otro mundo es posible. Al fin y al cabo, ningún río bravo
rescata versos a su paso; más bien son los ríos, con
abecedarios en calma, los que injertan poemas de paz en su
cauce.
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